Sombras de Bejucal que regresan tocando tambor
La noche fue un poco tormentosa y el ómnibus viejo y traqueteante había cubierto en un tiempo relativamente corto la distancia entre las ciudades de Remedios y Bejucal. Atrás habíamos dejado la plaza de la villa que el 24 de diciembre celebró las parrandas del año 1998. Ahora, otro poblado nos sorprendía al amanecer: techos coloniales, calles bastante enredadas, un aire de ausencia y abandono, pero a la vez una soledad que poseía cierto poderío. Las aceras de Bejucal estaban cubiertas por canapés que vendían de todo, pero las personas compraban poco. El país apenas salía de los años del periodo especial, cuando incluso una excursión como la nuestra era una aventura impensable.
Desde hacía décadas, los remedianos iban a Bejucal como parte de un intercambio entre pueblos. Llevábamos los atributos de las parrandas y nos imbricábamos en las Charangas, unas fiestas primas hermanas que habían surgido también en la primera mitad del siglo XIX y que producto de las muchas mezclas sociales y culturales se transformaron en un espectáculo de gran originalidad. Como en Remedios, los de Bejucal se dividían en dos barrios: la Espina de oro y la Ceiba de Plata, con una rivalidad que a veces rozaba el fanatismo. Pero a mis diez años todo parecía inmenso. Esa es la imagen que viene de aquellos recorridos: el gigantismo, un peso que amenazaba con aplastarme y que me hablaba acerca de un mundo en el cual yo vivía aún a medias, ya que no conocía nada de su funcionamiento. La niñez es un estado de la conciencia donde priman a la par que el miedo, el asombro y la capacidad de guardar cada gesto como un tesoro.
En las callejuelas, esos sitios que están metidos en los rincones del pueblo, las casas presentaban un estado ruinoso. Un viejo edificio donde se procesaba el tabaco ofrecía cierta belleza en su balconaje, en el diseño de sus puertas y ventanas; pero igualmente se lo estaba........
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