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La teoría de la Tierra hueca

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10.10.2025

Los años han pasado y de aquellas vivencias solo queda el aire que pasa por entre las verjas de las ventanas, sigue su curso hacia el campanario y canta una tonada con los pajaritos del parque, se embelesa con la belleza de los altares de oro de la iglesia, reposa en los nidos de golondrinas de los descansillos en la escalera de la torre y baja para acariciar el rostro de los niños que juegan en la esquina del callejón Montalbán. Nadie recuerda que, en esos predios, fue la Oficina de Trámites Investigativos y Científicos de un sabio, una de las mentes más brillantes que se haya conocido.

Yendo hacia atrás, en el último temblor de tierra que tocó a Remedios, el mismo aire que ahora nos rodea y que guarda las tantas historias, presenció el nacimiento de Julio. Era el 11 de febrero de 1914 y las placas tectónicas en torno al Oriente se movieron, provocando una intensidad altamente perceptible en la ciudad de Santiago, pero las réplicas fueron chocando de forma subterránea hasta las interioridades de la villa en el centro del país y hubo estremecimientos de vitrinas, mesas, cuarteaduras de paredes y caída de objetos. La madre de Julio, aterrada, dio a luz en el hospital, en medio de una sala de condiciones miserables y con la asistencia de dos parteras que miraron con asombro al niño que nació sin llorar, con los ojos bien abiertos. Solo tras darle tres nalgadas, el bebé echó un gemido profundo, luego suspiró, pero jamás pasó a los habituales gritos de los recién nacidos.

Julio no jugaba, de hecho, su mayor afición era andar los trillos que conducían a las dos lomas que flanqueaban la ciudad. De lunes a miércoles se iba a la de la Puntilla, en el sur. De jueves a domingo estaba en el Tesico, en el norte. Su comida habitual eran los mameyes amarillos que colgaban de los árboles como regalos de los dioses. Los agarraba, los abría con dientes y manos y allí mismo se despachaba mirando al horizonte confuso entre el verde del campo y el azul intenso del cielo. El olor a mar de la bahía del Tesico era una especie de bálsamo a la pobreza de la casa, la escasez de oportunidades, la cerrazón de futuro en una villa aislada.

( Ray Saavedra Otaño / Cubahora)

Leyó todo lo que pudo, con las pocas letras de la escuela. Su cultura fragmentaria se fue tornando variopinta ya que era una mezcla de mitos antiguos y modernos con ciencia. Como Julio no pasó la secundaria ni la universidad, no aprendió a diferenciar la ficción de la realidad. Los libros de novelas se le asemejaban tan científicos como los tratados. Así, Descartes y Verne estaban a la misma altura y tan plausibles les eran las explicaciones de Kepler como las alucinaciones de Edgar Allan Poe llevadas a sus obras maestras. No obstante, llegó a adquirir cierta erudición que podía resultar impresionante. Julio, en su ingenuidad, realizaba conexiones estrafalarias entre un área del conocimiento y la otra y hallaba explicaciones complejas (aunque falsas y fallidas) para fenómenos cotidianos.

Poco a poco, bebiendo de diversos libros, fue conformando una teoría que lo definió como sabio local —o como loco, depende del punto de vista— la de Remedios como centro del universo. Según decía, sentado en su Oficina en el parque, justo al lado de la glorieta, la villa poseía un túnel subterráneo que la conecta con una ciudad situada en el núcleo terrestre, Agartha, una civilización fundadora de la Humanidad. Eso hacía de la villa uno de los tantos centros del mundo. Los otros, según ampliaba con gesto académico, eran la ciudad de Manaos en Brasil, las Cataratas del Iguazú, el Vaticano y la sede del Dalai Lama en el Tibet. Entre risueños y serios, los vecinos lo contemplaban mientras él disertaba sobre los túneles que van de una iglesia a otra por debajo del parque y cómo desde allí........

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