Utah
Voy a soltar esto ya y si queréis podéis quitarme el DNI y acabamos de una vez con este oscuro secreto que llevo tiempo callándome: me encanta Francia. De hecho en Guerra y Paz y en Curro Jiménez siempre voy con Napoleón. Y aunque es verdad que me gusta más la idea de Francia que su materialización –Francia es de lejos más pacata, conservadora, machista y racista que España– algunos de los mejores momentos de mi vida los he pasado en ese país (Disneyland París al margen).
Cuando mi adolescente era aún pequeña la llevé un verano a conocer el Juego de la Pelota, edificio mucho más modesto que el complejo palaciego de Luis XIV pero mucho más relevante y hermoso que el Salón de los Espejos. Pero fue el viaje de un verano de frío y lluvia, no muy distinto al que estamos viviendo en Asturies en estos momentos, el que me marcó mucho más de lo que pude imaginar cuando lo estaba planificando: el año en el que al fin pudimos visitar las playas del Desembarco de Normandía y hacer una pequeña ruta para seguir los pasos de la Easy Company por toda la región, aprovechando además las celebraciones del septuagésimo aniversario del Día D y de la Batalla de Normandía. Y entonces, mientras mi hija y yo contemplábamos la playa de Utah, azotadas por un viento helado en pleno agosto y rodeadas de los búnkeres de cemento alemanes, vimos pasar a un grupo de veteranos británicos cargados de medallas que se dirigían a la playa de Gold para rendir homenaje a sus compañeros. No voy a negar que cuando vi a aquellos ancianos ponerse a llorar yo también me eché a llorar con........
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