Lady Di y el último cuento de hadas
Que las bodas reales sean calificadas como de “cuento de hadas” resulta ya una cursilada tan manida que casi perdió su significado. Pero lo cierto es que, vista a otra luz, resulta la imagen que mejor explica a esa institución, para tantos obsoleta, llamada monarquía.
Porque la monarquía es justo eso: un cuento infantil. Más allá de cuestiones de Estado y de los resortes por los que los dueños del sistema deciden mover o no sus piezas en el tablero, la leyenda de una “familia real” jamás se mantendría si no fuera porque millones de personas la sostienen mediante una fascinación que necesitan. O creen necesitar. ¿Qué es la monarquía? Un mundo irreal implantado en el mundo real (el de la realidad, no el de la realeza). Un trampantojo como un pase de magia por el cual la gente puede presenciar cómo lo imposible se vuelve posible: donde no operan las leyes que imperan para los mortales y no existe la mezquina vida cotidiana; donde no hay que trabajar para sobrevivir, te lleva un chófer a todas partes, todos los niños salen rubios e impecables y váteres hechos de diamante transmutan el pis en colonia y lo otro en arco iris. Con perdón.
“La exhibición del lujo más obsceno y el protocolo más fantasioso [ahí la palabra mágica] constituyen un signo de identidad de los royals” británicos, escribió el periodista Enric González en su libro Historias de Londres (2007), donde ejerció varios años de corresponsal. “¿Quién puede permitirse tres aviones, dos helicópteros y un jet privado? Por no hablar de las decenas de figurantes instalados en alguno de los 135 palacios y residencias propiedad de la reina (…) cargos como los Pajes de Presencia, los Pajes de la Escalera Trasera, el Guardián de los Cisnes Reales, el Alabardero del Cristal y la Porcelana…”. De corolario, pueden suceder cosas como que, al incendiarse el castillo de Windsor en 1992, Isabel II, que cobraba millonadas de Hacienda (su heredero no será menos), se negara a “dar un penique de su bolsillo” para restaurarlo. Sufragaron el capricho, de nuevo, las devotas arcas públicas. Porque los castillos de Walt Disney con familia real dentro, Alabarderos de la Porcelana incluidos, no se sostienen solos en el aire.
En Disneylandia, como en cualquier parque temático del estilo, el espectador penetra en otra dimensión espacio-temporal, un mundo que es éste pero es otro al mismo tiempo. Los visitantes que acuden masivamente a ver el palacio de Buckingham lo hacen espoleados exactamente por el mismo impulso: contemplar algo al alcance de la mano que es a la vez inalcanzable. Con la sutil diferencia, entre otras, de que la familia real es aún más espabilada para los negocios que Walt Disney embalsamado: cobran de todo el país sin dejarles ver nunca el tinglado por dentro.
Este último es uno de los factores decisivos por los que la joven, pizpireta y arrojada Diana Spencer, hija de aristócratas para más inri, no tuviera mucha idea de dónde se estaba metiendo cuando accedió a casarse con Carlos de Inglaterra, Príncipe de Gales y heredero al trono británico, cuando él tenía 32 años y ella acababa de cumplir 20. Puede sonar, no ya cursi, sino de una ingenuidad inconcebible, visto hoy, que una íntima amiga de Spencer, Simone Simmons, asegurara décadas después que Diana consideró literalmente “un cuento de hadas” casarse con Carlos de Windsor. Pero, más allá de ser lectora de novelas románticas, lo cierto es que Diana se enamoró de verdad, y hasta el tuétano, de aquel zangolotino (palabro en desuso que sólo aquí puede........
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