Fin de era en la Isla de Wight
Visto tan a la distancia, aquello de la Isla de Wight, Inglaterra, agosto de 1970, debió de ser la escenificación más fiel de lo que muchos consideraban Rock&Roll: no sólo un género musical, sino toda esa forma de vida que convulsionó al mundo en los años cincuenta del siglo XX. El Rock&Roll, con sus erres mayúsculas, fue probablemente el primer invento para la historia de los hijos de la II Guerra Mundial (que también fueron en sí mismos un invento: el de la marca adolescente considerada por primera vez como nicho poblacional de influencia). Esos que crecieron en Estados Unidos con la paranoia de la Guerra Fría, con simulacros en los colegios en caso de bomba atómica, y que al alcanzar la primera juventud acabaron implosionando en propia piel, hartos de tanto miedo, tanto corsé, tanto puritanismo y tanta mierda. Hartos del catecismo oficial de aquel país que –como cantara un ídolo escurridizo de esa generación, Bob Dylan– tenía “a Dios de su parte”. Un Dios que santificaba sus guerras como hiciera durante milenios en la Vieja Europa; por ejemplo la interminable, absurda y atroz guerra de Vietnam. “¡La jodida guerra de Vietnam!”, que gritaban en la inolvidable Forrest Gump, obra maestra cinematográfica de Robert Zemeckis que ilustra inmejorablemente aquella época.
No hubo, a Dios gracias, más bombas nucleares tras las de 1945 en Japón –aunque la amenaza y su terror persistían–, pero en los años sesenta eclosionó casi todo: la píldora anticonceptiva y la contracultura, la minifalda y el new age, García Márquez y los Beatles, Serrat y el Che Guevara. Y por encima de todo, e incluyéndolo todo en un viaje astral cuyas brasas aún persisten –y cuyas víctimas aún duelen–, eclosionó un fulgor en el inconsciente colectivo que pareció propulsar a la humanidad a un sueño común de concordia por encima de razas, credos y naciones; harta ya la mayoría de tanto odio, tanto fanatismo y tanta guerra como se aguantó durante la ominosa primera mitad del siglo. Claro que siempre los hay que se pasan de rosca en cualquier dirección. Escribía Rosa Montero en El País, treinta años después de aquello, que en los sesenta el consumo de drogas “tuvo mucho de investigación y misticismo” (quizás también de deliberada destrucción masiva de toda una generación, aunque ese es otro tema), y muchos cruzaron de tal modo la frontera psíquica que “salieron de la década camino de la demencia o de otras drogas más duras. Camino del reventón mental, de la sobredosis o el suicidio”.
En los años sesenta eclosionó casi todo: la píldora anticonceptiva y la contracultura, la minifalda y el new age
En 1969, agotándose la década, todavía se vivió una manifestación masiva de sus mimbres más puros en el festival de Woodstock, celebrado en el paraje homónimo a las afueras de Nueva York entre el 17 y el 20 de agosto. Fue, según las crónicas, un episodio ejemplar de flower-power hippie con luz de mecheros, fraternidad universal y cánticos pacifistas. Cerca de medio millón de personas escucharon, bajo una lluvia tenaz, a Jimi Hendrix, Janis Joplin, The Who, Joan Báez y un nutrido........
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