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Ropa usada

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30.11.2024

03.11.25

Arriba y abajo con la celebración de los cien años desde la publicación del Primer Manifiesto Surrealista. Entre tanta hagiografía de sus impulsores, no está de más recordar lo que escribía Hasan G. López Sanz en un libro altamente recomendable que leí en días pasados (Zoos humanos, “ethnic freaks” y exhibiciones etnológicas: una aproximación desde la antropología, la estética y la creación artística contemporánea, Valencia, Concreta, 2017): “A diferencia de los comunistas, los surrealistas elaboraron unas figuras poéticas del salvaje que les sirvieron para poner en duda la cultura occidental, su nacionalidad, sus escuelas, prisiones, guerras y, por qué no, sus exposiciones coloniales. Mitificando al salvaje se opusieron al colonialismo y, presuntamente, a todas sus expresiones. Pero la historia de los surrealistas es más compleja. Y el episodio de la Exposición Colonial de París [1931] lo pone en exergo. Como coleccionistas de arte, muchos de ellos tuvieron una estrecha relación con galeristas especializados en arte primitivo como Paul Guillaume, Charles Ratton o Pierre Loeb, quienes a su vez vendían obras de artistas surrealistas. El culto al objeto y su compra llevó a Paul Éluard, Louis Aragon, André Breton, Max Ernst y Joan Miró a viajar más allá de las fronteras francesas: Bélgica, Holanda, Alemania, etc. La cultura material de las sociedades primitivas se convirtió en sus manos en mercancía, sometiéndose a la lógica del mercado del arte tradicional. Los mismos surrealistas que declaraban públicamente estar al servicio de la revolución, por retomar el título de la famosa revista fundada por André Bretón en 1930, participaron activamente en un mercado que se nutría del expolio colonial. Llama la atención que la venta de la colección de Paul Éluard y André Breton se hiciese en julio de 1931, coincidiendo con la Exposición Colonial de París y en cierto modo aprovechando su impulso. Éluard y Breton eran conscientes de ello, como revela la correspondencia entre Paul Éluard y Gala, en la que el primero habla del beneficio que puede suponer la moda por lo colonial cuyo epicentro en ese momento se encuentra en París”.

05.11.24

Gabriel Leerman entrevista al actor norteamericano Jeff Bridges para La Vanguardia. “Pienso en la vejez como una especie de nueva adolescencia”, dice el titular. Intrigado por estas palabras, me meto en la entrevista para contextualizarlas. Leerman le dice a Bridges: “No parece que estar por cumplir los 75 en diciembre le haga perder algo de su aplomo...”. Bridges: “Soy un actor, todo pasa por montar un show. Lo bueno es que con John [Jonathan E. Steinberg, productor y guionista de la serie The Old Man, que protagoniza Bridges], que acaba de cumplir los 79, nos sentíamos lo suficientemente cómodos como para hablar de nuestras inseguridades. Si yo le contaba de mis achaques, él me decía que sabía de lo que le estaba hablando. Yo pienso en la vejez como una especie de nueva adolescencia y me la tomo con humor, porque aparecen un montón de cosas con las que no tenías que lidiar diez años atrás. Te salen extrañas variaciones de espinillas propias de esta edad”.

Qué hermoso es el espectáculo de una vejez bien soportada

Qué hermoso es el espectáculo de una vejez bien soportada, con ese humor que rezuman las palabras de Bridges. El mismo día que leo las palabras de Bridges me envía una amiga este vídeo realizado hace siete años, con motivo del 90 cumpleaños del venerable director de orquesta Herbert Blomsted, que el pasado mes de julio cumplió los 97 y sigue dirigiendo con mano maestra.

06.11.24

Fernando Aramburu abandona la columna que escribía semanalmente para El País y se despide de los lectores en estos términos: “He caído en la cuenta de que he perdido la fe en estas columnas que por gentileza de El País publico en un huequito de la contraportada. Como conté en privado a los responsables del periódico, la cesta está vacía y a mí me falta energía y estímulo para llenarla. Creo sinceramente que no tengo gran cosa que aportar”. Un gesto sin duda loable. Si cundiera el ejemplo y se dieran de baja del columnismo los opinadores que no tienen gran cosa que aportar, menuda limpieza. Bien, pues, por Aramburu, de quien no puedo menos que recordar la cómica relación que mantuvimos a distancia, hace ya cerca de quince años. La cosa fue así: tras mi salida de El País, llevaba yo más de cinco años sin colaborar en la prensa impresa cuando a mediados de 2009 me llamó Blanca Berasategui, de El Cultural, para proponerme una columna quincenal para una página en la que nos alternaríamos Fernando Aramburu y yo, una semana él y otra yo. Por entonces –importa hacerlo constar– yo no había leído nada de Aramburu, que estaba aún lejos de consagrarse con Patria y de cuyo libro de relatos Los peces de la amargura (2006) había oído decir buenas cosas. El plan era que cada columna recogiera alguna sugerencia o idea de la anterior, de modo que se estableciera una especie de diálogo indirecto. No se trataba propiamente de responder al otro, sino de trenzar las columnas muy libremente. Más o menos. La sección se tituló, proféticamente, “Gatos ensartados”, y rompió el fuego Aramburu con un texto sobre sus comienzos como poeta y un malentendido por su parte relativo a un premio al que se había presentado. El mío versó, más ampliamente, sobre los premios literarios en general, y al parecer no le gustó a mi compañero de columna, que lo tachó de “rapapolvo” y no perdió la ocasión de declarar que el asunto de los premios se la “refanfinflaba” (empleó este verbo, recuerdo). Yo repliqué diciendo que el hecho de que ciertas cuestiones nos la “refanfinflen” no siempre significa que sean irrelevantes ni nos sustrae de sus consecuencias. A partir de aquí la cosa fue subiendo de tono. Pronto se hizo patente que mi modo de pensar y de expresarme le cargaba de mala manera a Aramburu, cuya beatería y bobería no dejaban de asombrarme. (Lo considero desde entonces un paradigma del escritor bienpensante, que se caracteriza, antes que nada, por pensar bien de sí mismo.) El caso es que, apenas transcurridas diez semanas desde que la columna à deux comenzara a rodar, la cosa se estaba haciendo insostenible y Blanca Berasategui nos animó a ponerle fin, cosa que me correspondió hacer a mí con una columna final titulada, recuerdo, “Cuento de Navidad” (corría el mes de diciembre), y en la que me divertí escenificando un pesebre viviente interpretado por escritores españoles. La aventura duró apenas tres meses, doce semanas en total. La cosa crujió tanto que no pocos lectores pensaron que estaba preparada de antemano, que Aramburu y yo nos habíamos repartido los papeles de antagonistas. Pero no fue así. No he sido capaz de dar con los artículos en la red, así que no puedo enlazarlos. Pero siempre que recuerdo este episodio lo hago entre risas.

07.11.24

Desde la redacción de CTXT me rebotan la carta de un joven escritor que pide mi opinión acerca de si tiene o no sentido autoeditarse. Es una carta larga y digresiva, que leo con interés y simpatía. En un momento dado, su autor, después de preguntarse sobre el sentido o no de escribir, me dice: “Todo esto empezó con el genocidio. Pensaba: ‘Debería dejar de escribir por el genocidio’. No como protesta, porque no tengo nada con lo que amenazar, sino porque ante ello cualquier poema es papel mojado. Es que vaya puta cara, escribir un poema, si lo piensa bien. Incluso........

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