Invasión Zombi: ataraxia en la España antisionista
Durante años pensé que España era inmune al virus del odio. Un país cálido, abierto, de sobremesas infinitas y chistes sobre todo. Un país donde ser judío era, como mucho, una excentricidad histórica: una nota al pie del Siglo de Oro. Hasta que, de pronto, un día, los zombis llegaron. No entraron por el mar. Ni por los Pirineos. Entraron por Twitter, los telediarios y las universidades públicas. Y lo hicieron con una sonrisa solidaria y pancartas impresas con fondos europeos.
Y por favor, que nadie se sienta ofendido: no hablo de personas inhumanas ni de zombis reales, sino de una percepción, una metáfora sobre el terror que produce ver cómo la empatía se apaga, cómo la razón se disuelve entre consignas. Llamemoslo, cariñosamente, zombies.
El virus tiene nombre: antisionismo, aunque sus portadores lo pronuncian con la seguridad de quien recita una verdad moral. Dicen “no soy antisemita, soy antisionista”, como quien aclara que no odia a los italianos, solo a Italia. Es un virus que se propaga con facilidad: basta repetir tres veces las palabras mágicas —genocidio, apartheid, Palestina libre— y ya estás dentro. De repente, personas normales, con las que tomabas café o jugabas al pádel, levantan los brazos y empiezan a balbucear consignas que no entienden del todo, pero que suenan bien en Instagram. El virus, además, tiene mutaciones. En su cepa más peligrosa, transforma a la gente en expertos geopolíticos de sofá: profesores de yoga, actores y concejales de cultura que ayer hablaban del cambio climático y hoy exigen sanciones al “régimen sionista”.
Pero conviene decirlo sin rodeos: el antisionismo no es una........





















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