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Karl Marx, una reseña biográfica

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En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán reproducimos una reseña biográfica que Sacristán escribió en 1973 para la editorial Salvat.

Nota del editor.-  Este texto, escrito en 1973, se publicó en los números 131 (11 de abril de 1974) y 132 (18 de abril de 1974) de la Enciclopedia Universitas de la Editorial Salvat. El texto final tuvo que adaptarse a la censura impuesta por el ministro de Información y Turismo en ese momento, Pío Cabanillas Gallas, que obligaba a la editorial a suprimir ‘los pasajes señalados en las páginas 221 a 233 para reducir, sin exaltación, la biografía de Marx’.

Esta reseña biográfica está incluida, además, en la antología Sobre Marx y marxismo (Icaria, 1983; pp. 277-308). Asimismo, amigos suyos de mientras tanto, Maria Rosa Borràs entre ellos, hicieron una edición especial del texto el año del primer centenario del fallecimiento de Marx (1983).

Durante muchos años -quizás más de un siglo-, cuando en los ambientes conservadores seguía siendo de buen tono el antijudaísmo, Marx era en la conversación trivial «el judío alemán» que soliviantaba a los obreros, como Freud «el judío alemán» que corroía la fe de los hijos en sus padres y Einstein «el judío alemán» empeñado en destruir las confortadoras nociones tradicionales del espacio, el tiempo y el movimiento. Karl Marx nació, efectivamente, en una familia hebrea, rabínica por ambas ramas, el 5 de mayo de 1818, en la ciudad alemana de Tréveris (Trier), Renania. Los judíos de Renania no vivían segregados del resto de la población ni en condiciones de inferioridad legal: Napoleón había conquistado los territorios del Rin en sus guerras contra los monarcas austríaco y prusiano, y, a su modo, había transmitido a las poblaciones renanas un legado de la Revolución francesa: la igualdad formal de todos -hebreos o cristianos- ante la ley. Por ello algunos judíos de Renania empezaban a ser ya más alemanes que judíos; el padre de Marx, por ejemplo, era un jurista ilustrado que ejercía incluso un cargo de representación de sus colegas abogados ante los tribunales.

Pero poco a poco el rey de Prusia -bajo cuya soberanía quedaron las tierras del Rin septentrional tras la derrota de Napoleón- fue restaurando el antiguo régimen autoritario, vestigio político de la Edad Media, en la totalidad de sus dominios. El poeta alemán Heinrich Heine (1797-1856) -también judío y también renano- expresó la vuelta a la antigua situación discriminada reconociendo que el abandono de la condición de judío, el bautismo cristiano, era el «billete de entrada a la cultura europea». Casi simultáneamente lo comprendía también así el abogado Heinrich Marx: el año 1824 hizo bautizar a sus hijos -incluido Karl- por la Iglesia Evangélica.

Ni la educación, ni la cultura, ni la inspiración de Karl Marx han sido judías en ningún sentido específico. Si vale la pena tener presente sus orígenes hebraicos es precisamente porque la primera vez que Karl Marx se ha enfrentado con la cuestión judía -cuando ya tenía veinticinco años- ha sido para volver del revés la frase, entonces razonable, de que había que liberar a los hebreos del mundo, sosteniendo, por su parte, que lo necesario era «liberar al mundo del judaísmo».

Al decir eso el joven Marx no piensa, como es natural, en exterminar a su pueblo, ni en perjudicarlo o discriminarlo de ninguna manera. Pero tampoco se limita a una simple metáfora. Su visión del problema judío se basa en la observación del aislamiento en que se encuentran las comunidades judías. La mayoría de las personas de ánimo liberal pensaban en aquella época -como muchos siguen pensándolo hoy- que lo que necesitan las comunidades minoritarias más o menos discriminadas y cerradas es que se supere su aislamiento, su «extrañación» o «alienación», como se decía entonces -y hoy se vuelve a decir- usando términos de la filosofía de la época. Las personas bien intencionadas que deseaban ayudar a los discriminados judíos de Prusia daban por supuesto que la alienación de los hebreos respecto de la sociedad alemana era efecto de la opresión que sufrían. El joven Karl Marx admite, ciertamente, que sus compañeros de raza sufren una opresión discriminatoria. Pero piensa que el aislamiento, la insolidaridad en el vivir, la competición y guerra de todos contra todos -la «alienación», en suma- no es algo sufrido sólo por los judíos, sino un mal característico de todos los grupos y los individuos de la sociedad moderna. Y aun más: el joven filósofo de Tréveris sostiene que los judíos, con su asiduo cultivo de las actividades mercantiles, son no sólo víctimas, sino también actores de la enfermedad de alienación.

Pues lo característico de la sociedad moderna, de la sociedad más alienadora o «desgarrada» -también palabra de mucho uso en la juventud de Karl Marx y utilizada por él mismo durante toda su vida-, es precisamente la mercantilización general de la vida, la conversión de toda realidad en mercancía.

Los problemas del pueblo judío no dan a Marx sino ocasión de desarrollar por vez primera, de un modo bastante completo, su crítica de esta vida y esta sociedad mercantiles, capitalistas, caracterizadas por el grado extremo de la alienación, por la extrañeza de todos para con todos, e incluso de cada cual para con su hacer, para con su trabajo, y hasta para con su propia intimidad. En efecto, Karl Marx piensa que hasta uno de los logros más elogiados de esta sociedad moderna o burguesa, la proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano, es la consagración completa de la vida alienada de sí misma: el «ciudadano» tiene en la sociedad burguesa derechos y deberes elevados, hasta sublimes a veces; pero al mismo tiempo se reduce -y precisamente bajo el rótulo de «hombre»- al solo derecho de poseer, reduce sus sentidos al «sentido del Tener», como dirá Marx despectivamente. Esta escisión moderna entre el «ciudadano» universal y el «hombre» reducido a propietario es, dice Marx, la «sofística del estado burgués», el derecho civil y político de la alienación. La vida de Karl Marx ha sido desde entonces (1843-1844) el esfuerzo y la lucha intelectuales y prácticos por una sociedad superadora de la alienación: una sociedad de la armonía entre cada cual y los demás, entre cada individualidad y su proyección social (entre el hombre y el ciudadano), entre cada cual y su trabajo, entre cada cual, los demás y la naturaleza; ésta es la significación más elemental del término «comunismo» cuando lo usa Karl Marx, desde sus veinticinco años hasta su muerte, a los sesenta y cinco, en 1883.

«Lo que importa es transformarlo»

Karl Marx cursó la enseñanza secundaria de 1830 a 1835. Fue un bachiller estudioso, agudo y excesivamente apasionado, según el juicio de sus profesores, particularmente el de lengua; los ejercicios escolares de Karl Marx mueven a dar la razón a este profesor, que los apreciaba mucho, pero criticaba el desbordamiento de la prosa del alumno, insaciable de metáforas robustas y audaz en las complicaciones de una sintaxis ya de por sí poco llana como es la germánica.

En el curso 1835-1836 empezó Marx sus estudios universitarios, oficialmente jurídicos, en la Universidad de Bonn. Aquel curso -de poco estudio, muchos versos, bastantes juergas y un duelo- le sirvió al propio interesado, y aún más a su preocupado padre, para comprobar que su exuberancia vital podía llegar a perjudicarle. Desde el curso siguiente se trasladaría a la Universidad de Berlín, la ciudad en la que cimentó su formación entre 1836 y 1841.

Antes, en el verano de 1836, Marx se prometió secretamente con Jenny von Westphalen (1814-1881). Jenny descendía por línea materna de nobleza escocesa antigua; la familia del padre -hombre culto y liberal- era bastante característica del funcionariado prusiano y había sido ennoblecida en la generación anterior. La diferencia social puede explicar el que Jenny y Karl mantuvieran secreto su compromiso durante algún tiempo. También puede haber pesado el hecho de ser Marx en aquel momento un estudiante sin oficio ni beneficio. Siendo ya un hombre maduro, con todas sus hijas casadas, Marx se enfadó porque uno de sus yernos, con la intención de elogiarlo, había aludido a prejuicios de los Von Westphalen contra la boda de su hija (espléndido «partido», por lo demás, al que aspiraron caballeros distinguidos, «arios» y ricos). Pero también se conservan cartas de la madre de Marx en la que ésta se queja de desconsideraciones por parte de los Von Westphalen. Tal vez aclare algo las cosas el hecho de que esta familia, como bastantes otras casas hidalgas de la época, se había ido dividiendo en dos ramas: una, crítica del antiguo régimen, liberal, a veces incluso revolucionaria (en la que hay que contar al barón Ludwig von Westphalen y a su hija Jenny), y otra, conservadora primero y, luego de la revolución de 1848, reaccionaria en sentido propio, o sea, partidaria de reaccionar contra el cambio social; mientras Jenny luchaba contra la miseria durante el exilio londinense de los Marx desde 1849, uno de sus hermanos era ministro del rey de Prusia.

Karl Marx ha podido trabajar e incluso subsistir durante los años más difíciles de su vida gracias a la sorprendente aptitud de la aristócrata Jenny von Westphalen para aguantar la pobreza. Pero ya mucho antes, desde sus años de estudiante, había empezado a ser deudor de la familia de su mujer. Y, más precisamente, del padre de ésta. El barón von Westphalen mostró buena vista cuando conoció al adolescente Karl Marx; apreció su inteligencia y su vitalidad espiritual y le procuró acceso a un tipo de alimento y disfrute intelectual que Heinrich Marx mismo no podía dar a su hijo. El viejo Marx proporcionó al futuro fundador del comunismo moderno bienes culturales principalmente adecuados para el desarrollo del pensamiento lógico y científico: la lectura de los ilustrados franceses y alemanes y la disciplina del razonamiento jurídico. Pero en otros campos Heinrich Marx estaba lejos de las necesidades de su hijo. Lo sabía y hasta se expresaba al respecto con una modestia que difícilmente tendrán muchos padres para con sus hijos. (Tal vez por esto Karl Marx llevó consigo durante toda la vida un retrato de su padre; muchos años más tarde, su íntimo amigo Friedrich Engels, que conocía bien sus sentimientos, metió aquel retrato dentro del ataúd de Karl Marx.) En cambio, el barón von Westphalen se parecía a su futuro yerno sobre todo en el apasionamiento del espíritu y en el consiguiente gusto de recibir y producir sensaciones relacionadas con la naturaleza, la palabra, las artes. Karl Marx debe a su suegro el primer conocimiento sólido de bienes que durante toda su vida le serán disfrute y apoyo connaturales. Homero y los trágicos griegos leídos (y muy sabidos) en el original, Dante en italiano, Shakespeare en inglés, Cervantes en castellano. Es casi seguro, además, que el primer trato de Karl Marx con ideas socialistas le viniera precisamente de su suegro, que conocía y apreciaba la literatura sansimonista.

El padre y el suegro de Karl Marx fueron, en suma, buenos introductores al estudio superior, que Marx realizó propiamente en Berlín. No tanto en la Universidad de Berlín cuanto en la ciudad de Berlín. El profesorado universitario berlinés ha dado poco a Marx. Sin duda fue una casualidad afortunada que llegara a oír al principal discípulo de Hegel en el campo de las ciencias sociales -el jurista Gans- y a su principal contradictor en este mismo campo -Savigny, cabeza de la escuela histórica del derecho-; pero como, aparte de estos dos productivos maestros, las facultades no le ofrecían gran cosa, Marx estudió sobre todo por su cuenta, aprovechando sólo como pretexto el orden de los estudios universitarios.

Por su cuenta, y gracias al impulso filosófico del ambiente berlinés Marx había llegado a la ciudad con una incipiente formación filosófica -la facilitada por la ilustrada tradición paterna- que le predisponía contra la mayor influencia filosófica presente en Berlín: la influencia de Hegel, muerto cinco años antes. Lo que Marx había recibido del mundo filosófico de su padre era, sobre todo, la agudeza crítica, el optimismo progresista y la mesura en el pensamiento, poco amigo de especulaciones atrevidas, que son los rasgos más generales de lo que se suele llamar «Ilustración», la cultura crítica (pero no siempre revolucionaria), racional (pero no siempre dispuesta a luchar por la razón) y confiada (aunque inhibida a menudo por cierto escepticismo aristocrático) en que habría podido culminar el siglo XVIII francés si la desesperación de la plebe de París y de muchos campesinos no hubiese encontrado una salida revolucionaria en 1789-1793. En cambio, el pensamiento de Hegel, atractivo como los grandes poemas homéricos o dantescos, absorbente como el mundo trágico de Shakespeare o como el melancólico narrar de Cervantes, es un intento desmesurado de interpretar todo lo real, toda la historia, por medio de algunos principios de movimiento o cambio descubiertos en ella. Desde su primera gran obra juvenil, la Fenomenología del Espíritu (1807), Hegel reconstruía todo el mundo y su historia como una sucesión de «figuras del Espíritu», el cual sería la realidad inicial y última.

El estudiante Karl Marx, recién llegado a Berlín sentía antipatía por esta desaforada, ambiciosa y fantástica construcción intelectual. Por otra parte, su obligación era estudiar leyes, no filosofía. Pero el «enemigo» -como él mismo decía- lo fascinaba. Marx pensó que no podría construir con tranquilidad su saber jurídico mientras no contara con unos fundamentos filosóficos que le libraran de la incómoda presencia del gran sistema de Hegel. Puso manos a la obra con su habitual apasionamiento -y con las habituales angustias de su padre-, estudiando, leyendo y escribiendo día y noche, a veces durante varios días y varias noches sin parar, basta que se puso enfermo de cierta consideración y, siguiendo el consejo médico, se instaló en las afueras de Berlín.

Desde su punto de vista, el brutal esfuerzo había valido la pena: el joven filósofo había desarrollado en varias versiones una reflexión filosófica que le daba confianza. Sólo que quedaba muy alterada su situación respecto del antipático gigante cuya refutación había intentado en tantas noches de filosofar de urgencia. Como dice Karl Marx en una carta a su padre, la última frase de la versión definitiva de su manuscrito filosófico era «la primera proposición del sistema hegeliano». Una buena derrota del prejuicio. Karl Marx conservaría siempre esta libertad antidogmática, capaz de llegar a conclusiones negadoras de los prejuicios y las hipótesis de partida. En su madurez llegaría a expresarse con mucha violencia a este respecto: «Llamo “canalla” al hombre que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista dependiente de un interés externo a la ciencia, ajeno a la ciencia, en vez de por sí........

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