principales señas de identidad del político profesional en España
Resulta cada vez más difícil distinguir entre una sátira cruel y un telediario en España. Si uno repasa la nómina de diputados, ministros, altos cargos de organismos públicos, asesores, alcaldes, concejales y aspirantes a toda esa chusma privilegiada que vive de parasitar al contribuyente, lo que uno encuentra no es un plantel de talentos, sino una legión de analfabetos funcionales, embusteros profesionales y cortesanos del poder. En la España actual, llegar alto en política no requiere mérito alguno; basta con ser leal al partido, mentir sin rubor y no hacer demasiadas preguntas.
En España, la política no es ni servicio público, ni noble vocación, ni deber ciudadano. Es una industria del camelo, una fábrica de sinvergüenzas con cargo y nómina. Para medrar en ella no hace falta talento, ni conocimientos, ni mucho menos principios: basta con dominar dos artes —la mendacidad sin pestañeo y el analfabetismo funcional con buena dicción— y pertenecer a la «familia» adecuada, es decir, al clan político que reparte poder, favores y silencio cómplice.
La anécdota más reciente es la de una miembro del Partido Popular, que, tras falsear su currículum –una práctica ya habitual en el ecosistema político patrio– se ha visto obligada a renunciar a todos sus cargos: diputada del Congreso, concejal del Ayuntamiento de Fuenlabrada… Una renuncia que ha sido vendida por los medios y los tertulianos afines como un gesto de «decencia», como si no mentir en el CV fuese ya una extravagancia moral. Enseguida ha sido premiada como tertuliana en diversos programas de televisión, donde se ha destacado su «honradez», sobre todo en comparación con otros que, habiendo hecho lo mismo o peor, siguen aferrados al cargo como lapas institucionales. Por supuesto, con Pedro Sánchez como referencia principal del cinismo institucionalizado.
El problema no es solo individual, sino sistémico. En España, mentir en política no sólo no penaliza: se recompensa. Se miente en los currículos, en los discursos, en los programas electorales, en los balances de gestión, en las ruedas de prensa y en los debates parlamentarios. Y lo más grave: se miente en los compromisos fundamentales con la nación y los ciudadanos. Prometer algo en campaña electoral es hoy un trámite vacío, una liturgia hueca. No existe ninguna sanción por incumplir lo prometido. No hay castigo penal, ni responsabilidad política real, ni........
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