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Un día cualquiera en el trabajo

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18.08.2025

Si el fútbol —un fracaso peruano constante— es lo más importante de lo menos importante, entonces los toros vendrían a ser lo menos importante de lo más importante. Desafiar a la muerte es un evento más serio que un offside.

A pesar de los embates estereotipados de siempre, la tauromaquia ha conservado su fortaleza ritual gracias a una naturaleza incómoda y su honestidad brutal: en tiempos de glorificación de las apariencias y la simulación digital de valor, en un ruedo no hay embuste posible. La sangre es roja y la muerte es muerte. No hay lenguaje inclusivo que anestesie eso.

El hombre se enfrenta al animal llevando un trozo de tela y vistiendo ropa tan delicada que podría ser de mujer. El toro se presenta con 500 kilos, ánimo salvaje que no distingue bondad y un par de cuernos que despedazan femorales. El toro debe morir, el torero puede hacerlo como posibilidad de su anacrónico oficio. No es algo que enfrente un oficinista todos los días.

El sentimiento de culpa respecto a la sangre derramada en público, que cuando sucede en privado a nadie le quita el apetito por un lomo, se ha ido disipando conforme se ha diluido la moda de lo políticamente correcto y el derrape animalista en lo irracional. El aficionado, que siempre fue el cuestionable eslabón más débil de esta ecuación —hay algo pendiente en pagar por valentía ajena—, ha quedado fortalecido por este reordenamiento de sentimientos respecto a matar animales, actividad que practicamos desde el paleolítico.

Hay un........

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