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Los intelectuales y la política en el socialismo: retomando una conversación con Juan Valdés Paz

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25.10.2025

Los intelectuales que se asumieron como orgánicos en los primeros años de la Revolución lo hicieron avant la lettre. Quiero decir, antes de haberse leído a Antonio Gramsci.

No se concebían como intelectuales/revolucionarios, como una dualidad o una identidad bifurcada, ni mucho menos creían que esas condiciones podían llegar a entrar en tensión o contradicción. Asumían una sola manera de ser un intelectual genuino en Cuba: desde la identidad revolucionaria.

Los que así razonaban y sentían no se veían haciendo concesiones a una determinada doctrina dogmática, ni cediendo a prioridades ideológicas. Creían que en la condición de intelectual estaba cifrado el compromiso cívico y político de ponerse al servicio de la patria, el país, la sociedad, la cultura nacional y los ideales que esta arrastraba. Ese compromiso, que implicaba cambiar todo lo que tenía que cambiarse, era ser revolucionario.

Para ellos, separar lo intelectual de lo cívico; poner la cultura al margen de ideales como la justicia social, la defensa de la soberanía, la igualdad sin distinción de color, clase, género, región, era adherirse a una tradición en clave conservadora. Lo mismo que entender la nación como coincidencia de nacimiento, y no como un proyecto de libertad y dignidad, que se remontaba a la revolución de independencia.

Así que cuando tuvieron que escoger entre ir a misa o a alfabetizar; dejarles a otros la defensa del país o ponerse el uniforme de miliciano y pasar escuelas militares; identificar el marxismo con la ideología del viejo partido comunista o empezar a aprenderlo para intervenir en el debate sobre el socialismo que estábamos empezando a construir, la mayoría de ellos no lo pensó mucho.

Quienes no pudieron hacerlo, por motivos tan personales como la fe religiosa o la orientación sexual, incluso sin haber renunciado a sus ideales revolucionarios, pasaron una prueba de lealtad más larga y difícil que ninguno. Habrían sido con gusto intelectuales orgánicos, si esos dogmas y prejuicios no se lo hubieran impedido.

Querer caracterizar a nuestros intelectuales orgánicos, sus roles en el campo de la cultura y el pensamiento, así como el sentido de su condición en el ámbito político, me ha hecho evocar a uno de ellos, Juan Valdés Paz.

Para generaciones muy diferentes, Juan, como Silvio, representa un cierto paradigma, que ilustra los rasgos y funciones del intelectual comprometido con la causa.

Aclaro, sin embargo, que no pretendo dictar una fórmula sobre esos intelectuales. Primero, porque la mayoría de ellos no se quedó igual a sí mismo, a medida que se produjeron cambios fundamentales de las circunstancias; así como del aprendizaje inherente a su propio rol, y a la visión de ese rol que los ligaba al proceso, arriba y abajo. Segundo, porque, al contrario de estereotipos de quienes tocan de oído, en este grupo de intelectuales prevaleció la heterogeneidad.

El primero de esos rasgos fue estar participando, involucrándose, formando parte. Estaban convencidos de que para intervenir en la transformación no bastaba con disponer de espejuelos con finos cristales polarizados, registrar datos, y dominar ciertas técnicas de análisis; sino había que inmiscuirse, mirar por dentro, para entender el origen y el sentido de las cosas. Por muy buenos que fueran esos binoculares polarizados, quienes miraban desde lejos, sin relacionarse activamente con el proceso, no iban a poder descifrarlo, y menos incidir y contribuir a moverlo.

Por ejemplo, Sergio, el protagonista de Memorias del subdesarrollo, podía ser un testigo excepcional, un relator que........

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