Laidi Fernández de Juan: “Aprendí que si me burlaba de mí misma, de todos y de todo, se atenuaba el dolor”
En una ocasión Roberto Fernández Retamar me confió, con un poco de risa en los ojos, que su hija había asistido a una lectura de jóvenes poetas, y que quedó gratamente impresionada con lo que uno, en particular, leyó. El encuentro casual con el maestro y la lectura aludida ocurrieron a finales del pasado siglo, en una fecha que no puedo precisar. Los datos constatables son que su hija, la muchacha de entonces y de ahora, es Adelaida (Laidi) Fernández de Juan, y que el referido aprendiz de bardo, de entonces y de ahora, soy yo.
Aquel breve episodio me vino a la mente, como un flahsazo, mientras editaba su entrevista. Nunca lo hemos hablado. Y puede que ella no lo recuerde. Da igual. OnCuba cree cumplir con su deber de exaltar lo útil y lo bello al concederle este espacio.
Laidi (La Habana, 1961) es hoy una importante narradora y cronista, con una producción frondosa y muchísimos reconocimientos, entre los que cabe mencionar, en el género de cuento, el Luis Felipe Rodríguez de la Uneac (1999 y 2013), el Alejo Carpentier (2005), el Premio de la Crítica (2014 y 2019), el Gran Premio en el Concurso Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio” (2015).
Sus padres, Roberto Fernández Retamar (La Habana, 1930-2019) y Adelaida de Juan (1931-2018), personajes fundamentales de nuestra cultura, docentes ambos, formaron a varias generaciones de intelectuales cubanos. Adelaida, además, fue una importante historiadora y crítica de arte.
Sobre su ascendencia y más hablaremos en este intercambio. Fue grato trabajar con ella. Ojalá para ustedes también sea grato leerla.
¿Cómo fue ser hija de tus padres?
Ser hija de Roberto y Adelaida es un privilegio. Fueron seres poco comunes en todo sentido, y me enseñaron no sólo principios éticos y gustos estéticos, sino también a ser independiente, rebelde, a no enmudecer aun cuando no compartiéramos los mismos criterios siempre. También es una responsabilidad, que he aprendido a esquivar.
En ocasiones me han dicho “piensa en tu padre, ¿cómo vas a decir tal cosa o esta otra?”. Sé que muchas personas esperan encontrar en mí una réplica de ellos, pero tal cosa, además de ser imposible, es una tontería.
Precisamente de ellos aprendí a labrarme mi propio camino. Nunca intervinieron en ninguna decisión que yo tomara. Por ejemplo, becarme a los doce años, estudiar Medicina, irme a África, casarme en tres ocasiones, parir dos veces en pleno Período Especial, rechazar ser militante del Partido Comunista, escoger lecturas, músicas, amistades poco convencionales: Me criaron en absoluta libertad, con verdadero respeto.
El resultado es el amor intenso que siempre les profesé, y el esmero con el cual los acompañé, les alivié las dolencias, y estuve al lado de ellos hasta cerrarles los ojos a cada uno, tal como me pidieron: en nuestro hogar.
No sólo lo hice por gratitud, sino por puro amor. Ya que hablé de responsabilidad, vuelvo a esa idea. Me hice responsable de ellos cuando paulatinamente se fueron convirtiendo en hijos míos. Acompañarlos hasta el minuto final, comprobar la dignidad y el estoicismo de Roberto y de Adelaida cuando supieron cercana la muerte, fue un lujo, un aprendizaje más.
¿A qué edad comprendiste que tu papá era una figura importante de la literatura cubana?
Curiosa pregunta. Nunca me había detenido a pensar en el momento exacto en que descubrí la importancia de mi padre para la cultura cubana. Creo que ocurrió fuera de Cuba, qué curioso. Aquí veía como natural la gran cantidad de amistades que visitaban mi casa, los asedios por la calle para que él firmara algún libro, o permitiera una foto, las personas que se acercaban para pedir un consejo, o solicitar alguna ayuda. Yo atribuía todo eso a la simpatía que emanaba de mi padre. Era un hombre sencillamente encantador.
En mi percepción de niña, él era importante porque era muy buena persona, y conocía a mucha gente porque era profesor, y nunca cesaba de trabajar. Era adicto al trabajo, casi a límites patológicos. Mi madre y yo lo mimábamos cuando regresaba de consagrarse a sus infinitos deberes. Para mí fue un descubrimiento saber la admiración que provocaba, la primera vez que viajamos juntos a México. En el hotel lo esperaban periodistas, cadenas de televisión, admiradoras, un enjambre de curiosos que me impresionó.
Siempre respondía las preguntas hablando de Cuba, en primerísimo lugar. A partir de entonces, supe que mi padre era un pensador latinoamericanista. Volví a leerme Todo Caliban, y ya madura, lo entendí todo. Sus poemas los conocía porque él los leía a mi madre y a mí con su preciosa voz, pero sus ensayos hube de estudiarlos mucho después.
En 1970 fue a Vietnam en plena guerra, invitado por Julio García Espinosa. Recuerdo el miedo que sentí cuando él me explicó adónde iba, tanto que rompí a llorar. Yo apenas tenía ocho años. Mi padre me dijo que era un deber asistir como escritor y narrar la guerra de ese hermano país porque luego se haría una película.
Efectivamente, poco tiempo después de su regreso, me llevaron a ver Tercer mundo, tercera guerra mundial, el filme de Julio narrado en off por mi padre. Y su poemario Cuaderno paralelo, publicado en 1971, me lo dedicó así: “A Laidi, que es protagonista en estas páginas que le da (con su corazón), su papá”. Como es lógico, yo no era ninguna protagonista, pero le había enviado una carta a Vietnam, y él la incluyó en ese libro.
Como ya dije, mis padres nunca me forzaron a nada, y eso explica que siendo niña o muy joven, no asistía a los lanzamientos de los libros que ellos escribían, de modo que no era testigo de la admiración general que despertaban.
En clases de español —obviamente mis profesores sí sabían de quién yo era hija, y varios eran alumnos de mi padre en el momento en que impartían clases de literatura—, trataba de disimular cuando nombres como Alejo Carpentier, Mario Benedetti, Retamar, Eliseo Diego, Nicolás Guillén salían de los libros de texto. No quería asumir que era hija de una celebridad, ni que conocía en persona a esos escritores, sino hacer creer que era una alumna más.
A partir de cierto momento que no logro precisar, acompañé a mis padres a cada actividad, a cada centro de trabajo, y llegué a presenciar clases de mi madre en la Facultad de Historia del arte en la Universidad de la Habana.
¿Cuándo piensas en tus padres, te viene alguna imagen recurrente? ¿Los recuerdas juntos, o en esos flachazos de la memoria llegan por separado?
Todo el tiempo pienso en mis padres. Creo que voy a morir recordándolos.
Te voy a confesar algo: no pasa una noche en la cual no sueñe con ellos dos, juntos. Al principio de la recurrencia de estos sueños, me asusté. Creí que debía consultar a algún espiritista para que me ayudara a descifrar si mis padres me estaban enviando algún tipo de mensaje, pero muy rápido deseché la idea. Porque de cierta e inexplicable manera, los siento cerca de mí, y no me da miedo saber que en cuanto me duerma, ellos van a aparecer.
Debo aclarar que entre las pocas diferencias que teníamos, está precisamente la de creer en el más allá. Ellos, ateos hasta la médula, no creían en nada. De hecho, mi familia no dispone de un panteón en el cementerio, y mis padres no eran partidarios de velorios ni de misas. Ya te digo, no creían en nada.
Yo, en cambio, sin ser conocedora de una religión específica, sí creo en la reencarnación, en el poder de velas, inciensos y vasos de agua, en los hierros de Oggún, en cruces y collares, en señales esotéricas. Creo, por ejemplo, que si llega un zunzún a mi jardín, es mi mamá saludándome.
Ellos se burlaban de mi sincretismo religioso, y ya ves, se me aparecen en sueños cada noche. A veces son jóvenes y se están riendo, felices, otras veces ya son dos personas mayores a quienes yo ayudo a bajar una escalera o incorporarse en la cama; a ratos........





















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