Mentir
Cuando se miente se cuenta con algo que al mismo tiempo se menosprecia, a saber, la importancia de que los demás nos crean y el aprecio general por la verdad, además de la propia certeza de conocerla. Nadie mentiría si una cosa o las otras no fueran importantes o posibles. Así que la mentira afirma la verdad y su valor al tiempo que la deforma, disimula o falsea.
Además, se trata de una capacidad exclusiva de los hombres porque, entre otras cosas, para mentir hay que poder hablar y, casi más importante, hay que poder «contradecir» la verdad, desdoblando la realidad entre lo verdadero y lo que lo parece para engañar. El mentiroso desarraiga al lenguaje de la verdad para sostenerlo desde su deseo de salirse con la suya, o, para decirlo de otra manera, desde su voluntad de poder. Por eso, en la mentira hay algo así como una verificación de la existencia de la verdad mediante su negación.
En lugar de aquella súplica de Juan Ramón Jiménez —dame inteligencia el nombre exacto de las cosas—, el mentiroso prefiere esta otra: dame inteligencia el poder sobre la apariencia de las cosas. Y así es como el decir se vuelve fábula pero fingiendo no serlo, y abandonando la aspiración de verdad que anima a la fábula genuina, es decir, verdadera.
Es cierto que no siempre la mentira surge de nuestra determinación. También hay mentiras que preferiríamos no tener que hacer y a las que nos sentimos obligados para evitar un perjuicio o ganar una ventaja que nos importa. Entonces es más bien la debilidad de no........
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