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Sobre el silencio y la palabra Apuntes para un diálogo con las personas trans

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28.07.2025

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A finales del siglo XVIII y comienzos del siglo xix no era inusual que los historiadores naturales europeos discutieran acerca de esos extraños seres de fábula oriundos de África y América. Cualquiera que conozca la historia de Sara Baartman, la famosa Venus Hottentot, recordará cómo para la intelectualidad europea de aquellos tiempos los hombres y mujeres de América y África eran algo sobre lo que se discutía. A tal grado que el cadáver de la propia Baartman fue vaciado en yeso por el biólogo francés Georges Cuvier para seguirla estudiando incluso después de muerta. En esa época los seres humanos de América y África eran objetos de estudio y no sujetos capaces de interpelar a ese naciente humanismo europeo.

Por esos mismos años, pensadores como Immanuel Kant impulsaban un proyecto ilustrado del cual somos a una misma vez herederos y fuertes críticos. Para Kant era fundamental construir un espacio público de máxima libertad intelectual, un espacio deliberativo sin restricción alguna donde las ideas –y no las personas– se confrontaran unas con otras. Lo que de este espacio emanara tendría que volverse la ley que inexorablemente comandaría obediencia en el espacio privado. Su aspiración era dar lugar a una sociedad gobernada por la razón; por la dictadura de la razón, podríamos decir en estos tiempos.

Para que esta utopía fuese viable era necesario contar con seres humanos autónomos e íntegros. Personas que no estuvieran gobernadas por el capricho, por la emoción o por el contexto, cuyas acciones atendieran únicamente a su voluntad y esta fuera solamente una. Si esta autonomía se veía puesta en jaque, ya fuera por el miedo, la coerción, la avaricia o la violencia, estaríamos ante personas gobernadas por la circunstancia, y la promesa de ese espacio de deliberación pura fracasaría.

Y de hecho así pasó. El siglo XVIII no logró estar a la altura de su propio sueño. La aspiración kantiana no podía realizarse en el mundo de Sara Baartman, no mientras hombres como Cuvier reconocieran su inteligencia y sagacidad pero siguieran tratándola como a un mero objeto de conocimiento. El colonialismo y el racismo hacían imposible que personas como Baartman pudieran ejercer su autonomía y fueran reconocidas como seres humanos plenos. La colonialidad del saber –como se le llama hoy– implicaba y sigue implicando la inviabilidad del ideal kantiano. Alcanzar dicho ideal, algo que aún no hemos logrado, requiere cambiar las prácticas epistémicas de hombres como Georges Cuvier, de científicos e intelectuales que objetivan a otras personas, que hablan sobre otras personas pero no con esas personas. Exige, como dice Peter Sloterdijk, reconocer que el destinatario del humanismo no está cerrado. Ese espacio de máxima libertad intelectual no solo les habla a los varones aristócratas y burgueses de la vieja Europa. Nos habla a todos y, por paradójica que suene su promesa de emancipación por medio de la razón, requiere el cese de ciertas formas de diálogo que hablan de alguien, que versan sobre alguien, pero que jamás atienden a la voz de ese alguien. Ignorar el carácter abierto de dicho destinatario implica que toda exigencia por erradicar el discurso objetivante, para así ampliar la comunidad de quienes dialogan, será tomada como una afrenta al humanismo y no como su condición de posibilidad.

Por algo decía Foucault que estas dos caras del siglo XVIII no solo no se contraponían sino que se complementaban ya que fue la razón la que en muchas ocasiones legitimó la violencia sobre otros pueblos. Realizar la promesa del humanismo y de esa máxima libertad intelectual que nos legó el siglo XVIII implica el cese de aquello que Miranda Fricker ha denominado “injusticias epistémicas”, esas prácticas de silenciamiento y falta de escucha en las cuales el otro se encuentra reducido a una cosa.

Menciono todo esto porque........

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