Mariposas clavadas con alfileres. Una crónica suicida (cuento)
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Uno se acostumbra a cualquier cosa. Yo me estoy acostumbrando a que mis amigos se suiciden.
Primero fue el Gordo Reboiras, con su cara redonda de bebé de sesenta kilos. El Gordo era mi compañero de no jugar al futbol en el colegio. Nos pasábamos los recreos sentados junto a las canchas viendo jugar a todos los demás. A veces nos agachábamos para esquivar los pelotazos que se escapaban del partido. El Gordo siempre llevaba la peor parte, porque era un blanco más amplio. Nunca hablamos mucho.
Una vez, al salir de clases, el Gordo me invitó a su casa para ver su colección de mariposas. Eran mariposas muertas, clavadas con alfileres a una tela negra en una caja de madera y cristal. Tenía muchas, desde enormes polillas hasta pequeñas tropicales azules. Su padre coleccionaba animales más grandes, porque era cazador. En el salón de la casa había cabezas de osos, alces y hasta un tigre, pero el tigre lo había comprado, según confesó el Gordo. Tenía armas largas en un escaparate. Fusiles y esas cosas.
Esa tarde jugamos Pac-Man y comimos galletas con leche. Luego me dejó mirar a su hermana tomando el sol en la piscina. Me dijo que su hermana estaba muy buena y que me dejaría verla gratis. Era buena gente, el Gordo. Quise decirle que la había pasado bien en su casa, pero nunca llegamos a hablar mucho.
Un viernes le llevé al colegio una historieta de los Masters of the Universe para que viese cómo se parecía a Ran-man. Eran igualitos. Pero el Gordo no asistió a clases ese día.
El lunes siguiente, después de cantar el himno del colegio y el del Perú, un cura anunció ante todo el colegio que el Gordo había fallecido accidentalmente. Nos pidió que rezáramos, pero yo no recé, porque el Gordo Reboiras se iba a ir segurito al infierno por mostrarme a su hermana.
Cuando le pregunté al cura qué había pasado, me dijo que el Gordo se había accidentado limpiando una de las armas de su papá. Cuando lo oí me pareció verosímil, pero ahora me pregunto si el señor Reboiras había puesto a su hijo de once años a limpiar los fusiles de caza. Yo creo que el Gordo se mató nomás, aunque quizá no lo había planeado. Esas cosas pasan.
Pocos años después me hice amigo de Julián. Teníamos quince años pero él había vivido como si tuviese cuarenta. Sus problemas de drogas lo obligaron a repetir segundo de secundaria. En tercero, lo expulsaron del colegio por insultar a la madre del director. Eso fue bueno para nosotros. Como ya no era alumno, podía pasar a visitarnos con botellas de pisco y ron que bebíamos a escondidas en los recreos, ocultos detrás del laboratorio de biología.
Cuando llegamos a cuarto, Julián estaba completamente intoxicado y trataba de venderles mariguana a los niños de diez años en la salida del colegio. Logró mantenerse fuera del reformatorio, pero eso les costó a sus padres todos los ahorros que habían guardado para la casita en la playa. Y se lo gastaron sólo en sobornos a funcionarios. Además de eso, pensaban en internar a Julián en Paz Eterna, una asociación de desintoxicación que, según se supo años después, maltrataba a sus pacientes. En algún caso, el director llegó a violar a algunos de los menores internos. Eso no se sabía cuando los padres de mi amigo pensaban en meterlo ahí. Afortunadamente (y justo a tiempo), Julián se enamoró de Mili, y casi de inmediato, se reformó.
Mili era una pecosa de ojos claros. Tenía cara de pastel de manzana. No estaba tan buena como la hermana del Gordo Reboiras, pero era graciosita. Y le salvó la vida a Julián. Desde que empezó a salir con ella, no compró más mariguana ni coca ni nada. Empezó a hacer deportes y a acompañar a Mili a su casa por las noches. Yo creo que los dos perdieron la virginidad ahí. Debe haber sido lindo. Mili y Julián, reformándose.
Después de salir juntos durante dos años, Mili abandonó a Julián. Parece que se largó con Luchito Cárdenas, que era un güevonazo. El mismo día en que ella lo dejó, Julián llamó por teléfono al Chato Cabieses (¿o fue al Negro Espichán?) y le dijo que lo quería mucho, hermano, y que lo iba a extrañar. El Chato (o el Negro) no entendió nada pero se preocupó.
Corrió a casa de Julián y tocó la puerta. Le abrió la mamá. Subió........
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