Carta a un joven periodista
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Recuérdame
Han transcurrido casi 44 años desde que crucé la frontera en Laredo y abordé un autobús de Transportes del Norte que se dirigía hacia el sur del país que, a excepción del mío, quiero más que cualquier otro. Tenía 21 años, rebosaba entusiasmo y ambición, y estaba determinado a usar la Ley del Servicio Militar para hacerme pintor.
Recuerdo las luces de Monterrey al anochecer, con la silueta color azul intenso de las montañas a lo lejos y el tortuoso camino que me aguardaba en esa ocasión, un año antes de que se inaugurara una carretera de cuatro carriles. Más de la mitad de los pasajeros del autobús eran mexicanos y después de cenar, a medida que ascendíamos internándonos en esas impresionantes sierras, uno de ellos sacó su guitarra, comenzó a cantar y muy pronto todos entonaban canciones llenas de melancolía por la separación y de alegría por el reencuentro. Cantaban en un idioma que yo desconocía, el de ellos, el de sus familias y el de sus seres queridos. Entonaban canciones no muy distintas de aquellas que había escuchado de boca de mis padres y de otros inmigrantes irlandeses que poblaron mi infancia. Ellos iban a casa y —aunque entonces no lo sabía— yo también.
Durante todo el año siguiente, México se me reveló de mil formas y cambió mi vida. Como extranjero ahora yo era el marginado. Había llegado cargado de otras historias y mitos diferentes. Mi dominio del español, en el mejor de los casos, era deficiente; bárbaro y risible en el peor: “ni modo”. Los mexicanos fueron amables y pacientes conmigo. Pero, sobre todo, reafirmaban en mí ciertas nociones igualmente válidas entre los inmigrantes irlandeses, italianos y judíos con los que había crecido en el lejano Brooklyn: la inmensa importancia de la familia y, por consiguiente, del trabajo; la insistencia de que hombres y mujeres deben vivir con cierta dignidad, una dignidad que poco tiene que ver con el dinero. Hasta el campesino mexicano más pobre, subsistiendo con los magros frutos de una tierra indiferente, puede vivir con dignidad.
Menciono lo anterior —así como mi propia educación en México— porque a quienes nos importan México y los Estados Unidos a veces nos desespera la versión que con respecto a esa relación vemos en los periódicos, en las revistas o en la televisión. He trabajado como periodista en México y durante un breve tiempo fui editor de un periódico en la capital y, al paso de los años, me he percatado de que el periodismo —incluido el mío propio— es a menudo una herramienta burda: puede relatar hechos sin llegar a expresar la verdad; puede obviar el significado real de los sucesos; puede ignorar las facetas ocultas de una sociedad.
Por ejemplo, si lo que se conociera sobre México dependiera exclusivamente de nuestro periodismo, se perdonaría que los norteamericanos creyeran que sólo hay unas cuantas cosas importantes que saber: las drogas y el narcotráfico, el monolito no democrático y sin rostro del PRI y la corrupción endémica. El cinismo en torno a historias como éstas es generalizado. En ambos lados de la frontera ha habido reportajes magníficos acerca de estos temas y no hay duda de que la proliferación del “narcopoder” es un hecho, que el dinero sucio está corrompiendo a demasiadas instituciones mexicanas, que el abuso de la droga se está extendiendo entre la juventud mexicana y que demasiados policías se han pasado del lado de los criminales. Nadie está más preocupado por estos hechos que los propios mexicanos; no solamente los intelectuales mexicanos; no sólo los periodistas mexicanos jóvenes, valientes y honestos; no sólo las clases medias escandalizadas, sino también los campesinos, los maestros rurales, los policías honestos —los cuales son muchos—, y también muchos políticos mexicanos, incluyendo un buen número de miembros del PRI.
Esta es gente que, en palabras de Camus, quiere amar tanto a su país como a la justicia. No quieren tener que disculpar a México ante los extranjeros o ante sus hijos. Desprecian lo que en México se denomina la “cultura de la impunidad”. Algunos se han afiliado a los partidos de oposición; otros han optado por trabajar dentro del complejo mundo del PRI. Muchos admiten haber caído en la desesperanza, pero también están orgullosos de los grandes avances alcanzados en años recientes: el surgimiento de periódicos como Reforma y El Norte, el proceso de modernización de El Universal y la presencia de La Jornada, Proceso y Letras Libres. Cuando yo era joven, en la Ciudad de México era inconcebible que publicaciones de este tipo salieran sin la interferencia gubernamental. Igualmente inconcebible era que estuvieran disponibles en los puestos de periódicos en las esquinas. A semejanza de la televisión norteamericana, la mexicana está lejos de ser perfecta, pero los noticieros ya no son meros foros de propaganda gubernamental. Ha habido ciertamente una renovación del sistema político con pujantes partidos de oposición, las primeras elecciones primarias en la historia del PRI (de hecho, de la historia moderna) y el fin del dedazo.
Sin duda, esos cambios han sido motivo de crítica —en México y en la prensa internacional—, como si fueran un gran engaño orquestado por hombres despiadados en cuartos llenos de humo. La prensa norteamericana es tan cínica como ciertos estratos de la población mexicana. Pero hay que decir que muchos mexicanos viven de acuerdo con lo que dijera Antonio Gramsci: “optimismo de la voluntad, pesimismo de la inteligencia”. Creo que los principales cambios son genuinos y prácticamente irreversibles. Quien haya estado viajando a México como yo lo he hecho por más de cuarenta años, habrá apreciado estos cambios por lo que son: enormes. La modernidad finalmente llegó a México y no hay marcha atrás.
Eso presenta otro reto para todos los que escriben reportajes sobre México. Los grandes periodistas de todas las nacionalidades han sido hombres y mujeres que llevan una antorcha al fondo de la cueva y reportan lo que vieron al resto de la tribu. Deben ser precisos. No deben ver un conejo y describir un dragón, o viceversa. A veces la supervivencia de la tribu depende de esta precisión.
Por ello, sólo un reportero incompetente dejaría de informar sobre el tráfico de drogas y la corrupción. Sólo un reportero ingenuo dejaría de mantener su escepticismo; un sano escepticismo, no cinismo. Todo buen reportero y la mayoría de los ciudadanos saben la diferencia entre la buena oratoria y la práctica real. Si acaso, la empresa del reportaje debería extenderse en México. Entre más información concreta tengamos acerca de este país tan tremendamente importante, estaremos........
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