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Autobiografía travesti o mi vida como Dorothy

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Había una vez un niño gordo. Un día ese niño se descubre en medio de una cancha de futbol. Todos los demás niños corren de un lado al otro. El niño gordo no sabe qué hacer. El entrenador de la escuela le grita: “¡A ver, tú, güero mantecoso, ve por la pelota!” Y el güero mantecoso, muy amable, muy educado, muy obediente, va por la pelota y se la lleva al entrenador que le grita ya fuera de sus casillas: ¡Así no, imbécil! ¡Con el pie!”

Hubo después un joven solitario como un niño gordo. Ese joven está sentado en la banqueta: fuma, mira la calle desierta, deja que sus pensamientos vaguen como una bolsa de plástico al viento. El futuro no le pinta nada bien: es domingo: mañana tiene que ir a la escuela que tanto detesta. Qué ganas de llorar. Una lágrima. Otra. Y así un rato. Atardece. El alumbrado público ya se ha encendido. El joven mira las farolas y como tiene los ojos empapados puede observar ese fenómeno lumínico que sólo se le concede a quien ha llorado (o a quien sale de una alberca): el halo iridiscente en torno a una fuente de luz. Sí, el arcoíris circulando los focos de las farolas. En un rapto cinematográfico el joven, en plan Dorothy al comienzo de El Mago de Oz, se pone a cantar:

 

 

Somewhere over the rainbow

way up high,

there’s a land that I heard of

once in a lullaby.

Somewhere over the rainbow

skies are blue,

and the dreams that you dare to dream

really do come true…

 

 

–¿Tú eres Luis Felipe?

El joven sufre un sobresalto: una mezcla de susto y vergüenza. La vergüenza por haber sido sorprendido canturreando una tonadilla tan comprometedora se disipa en cuanto mira el aspecto del hombre cuya voz (con marcado acento gringo) lo llama. Ya sólo le queda el susto: el hombre en cuestión es un tipo de edad mediana, rechoncho, medio calvo pero el poco cabello que le queda lo lleva largo, barbas igualmente largas, anteojos gruesos y pelo en pecho, enfundado en un disfraz de hada color rosa a todas luces de alquiler y que le queda demasiado ajustado (o quizá no, quizá sólo se trata de un oso metrosexual). El susto hace que el joven se ponga en guardia y se muestre un tanto agresivo, cosa contraria a su habitual dulzura.

–¿Y tú quién eres? ¿El hada buena de los cuentos?

–No, no. No soy el hada de los cuentos –dice el hombre–. Los narradores no necesitan hadas, para eso tienen agentes. No. Yo soy el Hada Queer de los Poemas, aunque soy mejor conocido bajo mi advocación humana: me llamo Allen Ginsberg y mi misión es ayudar a los jóvenes sensibles y de corazón rebelde como tú.

–¿Como yo?

El joven no entiende nada de nada y por demás está decir que nunca en su vida ha oído hablar de Allen Ginsberg.

–Sí, he venido a ayudarte –dice Allen Ginsberg–. Mi mensaje es el siguiente: tú debes adentrarte en el Camino de los Versos donde cada verso es un camino hacia quién sabe dónde.

–¿Qué? ¿Cómo? ¿Para qué? No entiendo…

–Para ver adónde te lleva. Lo importante es que sigas el verso. El verso es un camino que puede no tener ningún sentido pero que puede darle sentido a una vida. ¿Captas? Tal vez no lleve a ninguna parte pero es un modo de estar en el mundo. Algunas veces hasta podrás agregar tus propias estrofas, otras veces no, pero lo importante es que sigas el verso. Yo he venido a ayudarte a entrar. Aunque el Camino de los Versos empieza, por decir algo, con La epopeya de Gilgamesh, en realidad no tiene comienzo ni fin. Así es que uno puede entrar por donde se le antoje. Tú, por ejemplo, puedes entrar a través de mí: ven, entra.

Tras una nube de hielo seco, Allen Ginsberg se transfigura en libro: Poemas reunidos de Allen Ginsberg. Ah, el viejo truco del poeta que desaparece en el poema. El hielo seco se disipa. El joven, temeroso, toma el libro y lo abre. Comienza a leer “Aullido”, luego “Kadish”, luego “Wichita Vortex Sutra”, y así, entusiasmado, poema tras poema, hasta llegar a unos donde francamente le parece que Ginsberg se repite con descaro y sólo se dedica a refritear los hallazgos de su juventud. Cierra el libro: descubre que ya está en el segundo semestre de la universidad. Como si se lo hubiera llevado un tornado, lejos, muy lejos quedó la horrible escuela con sus curas, sus balones y sus niños ricos. Tiene ganas de escribir un poema al respecto. Se siente salvado. Pero la aventura del verso apenas comienza. En El Mago de Oz este es el momento en que Dorothy dice: “Toto, me parece que ya no estamos en Kansas.”

 

 

Pues sí, amiguitos, ese joven era yo antes de tener fans. Miren adónde he venido a dar por seguir el Camino de los Versos: ahora me acosan los paparazzi y mi vida se ha convertido en poco menos que un infierno mediático. Todavía hace un par de años podía ir a los bares y ser un desconocido entre los desconocidos. Precisamente fue allí donde comprendí el sentido pleno de aquella frase que Tennessee Williams dice travestido de Blanche DuBois: “Siempre he confiado en la bondad de los extraños.” Pues bien, amiguitos, la bondad de los extraños es uno de los placeres que la fama te arrebata. La fama: esa “sirena atroz”, como la definió Sor Juana Inés de la Cruz, diva primerísima. De un tiempo a la fecha, cuando alguien se me acerca con intenciones de ligue ya no sé si lo hace por mí o por mis poemas. Lamentablemente suele ser por mis poemas. Pero en el breve lapso de la duda, mientras confirmo mis sospechas, me permito un poco de ilusión. Lo mismo le pasaba a Sor Juana con las virreinas. Una vez que uno se ha vuelto un poeta famoso ya nunca se puede saber con seguridad si lo que quieren los otros es sexo o es texto.

Al salir de un restaurante (¡flash!) un reportero me aborda con brusquedad.

–¡Luis Felipe, Luis Felipe! ¿Es verdad que estás escribiendo tu autobiografía?

–Sí, ando en ello –le respondo, evasivo, al tiempo que hago gestos desesperados intentando detener alguno de los muchos taxis que pasan, pero es tal mi desesperación que sólo consigo ahuyentarlos.

¡Flash!: ya puedo ver esa imagen publicada en el periódico de mañana: yo gesticulando como un demente.

¡Flash!: ya puedo leer el pie de foto: “El poeta Luis Felipe Fabre a una semana de haber dejado el Rivotril.”

–¿Y no te parece un tanto pedante, a tu edad? –insiste, venenoso, el reportero.

–Bueno, lo de la autobiografía no fue mi idea, ha sido un reclamo de mis fans. Probablemente la vaya a titular Delirios de grandeza

–¿Podrías adelantarnos alguno de los secretos que piensas revelar?

–Ya no tengo secretos: ¡ustedes, los de la prensa, se han encargado de divulgarlos todos!

Finalmente un taxi se detiene.

¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!

Si hubiera una foto que me gustaría que me tomaran, esa sería un retrato realizado por Pierre et Gilles, y no esta: yo abordando un taxi. Seguramente en esa otra imagen, mucho más artificiosa, se revelaría aquella verdad mía que en vano intenta captar el fotoperiodista. Sí, me gustaría que Pierre et Gilles me tomaran una foto y pasar a formar parte de su imaginario, junto con los marineros, los santos, las vírgenes, los bandidos orientales y las criaturas mitológicas. Me gustaría que me retrataran recreando alguna escena de El Mago de Oz, o, mejor aún, en un falsísimo decorado azteca-kitsch: yo atado en la piedra de los sacrificios aguardando al desconocido que habrá de abrirme en dos con su cuchillo de obsidiana para sacarme el corazón.

El taxista me mira con insistencia por el espejo retrovisor: ¿Me querrá sacar el corazón?

Se pone a hablar de poesía. ¡Oh, no! ¡Horror! ¡Me ha reconocido! Su larga perorata puede resumirse en la rabia que le provoca que los poetas contemporáneos no utilicen ni métrica ni rima. En algún momento particulariza: me dice que sinceramente no le parece que lo que yo escribo sea poesía. Le doy la razón, no por seguirle la corriente sino porque tampoco estoy seguro de que lo que yo escribo lo sea. Cuando finalmente llegamos a la estación de radio donde van a realizarme una (otra) entrevista, se rehúsa a cobrarme el viaje. A cambio me entrega un montón de papeles sueltos que saca quién sabe de dónde. Me dice que él también escribe versos y que le interesaría mucho saber mi opinión.

 

 

Es raro: de mi vida antes de la poesía tengo recuerdos como si no los tuviera. Es decir, recuerdo muchas cosas pero ninguna sola que me signifique. Es como si fueran los recuerdos de alguien más o como si mi memoria me narrara en tercera persona. Una vida anterior. Tal vez es verdad: un día llegó un tornado llamado Allen Ginsberg y me llevó a otra dimensión. Pero a diferencia de Dorothy yo no quiero regresar a ninguna parte. Aunque acosado por la prensa y........

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