El discreto encanto de la coautoría
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El trabajo en equipo tiene mala fama. En nuestras épocas estudiantiles se parecía más a un tormento donde el más aplicado de la clase hacía toda la tarea, pero el crédito se repartía entre todos a partes iguales, que a una labor colaborativa auténtica. Una extraña desconfianza nos domina cuando demasiada gente se atribuye una misma obra. Abundan, por ejemplo, las quejas acerca de los quince autores que, hoy día, firman una sola canción de música urbana. Algunos lo sienten como si fuera una estafa. La creatividad, por no decir el genio, solo se cultiva en soledad.
A propósito de mentes geniales: en una época tan lejana o tan cercana como la década de 1980, una gran cantidad de expertos rechazaba que Shakespeare hubiera escrito obras en colaboración. Hoy, sin embargo, sabemos que, en sus inicios, colaboró con George Peele en Titus Andronicus y probablemente con Thomas Nashe en Enrique VI. Tras haber fundado, junto a otra gente de teatro, la compañía Lord Chamberlain’s Men en 1594, escribió en solitario sus obras más conocidas, pero en 1606 volvió a la actividad colaborativa con Timón de Atenas al lado de Thomas Middleton y, un año más tarde, escribió Pericles de la mano de George Wilkins. En sus últimos años, tuvo un nuevo periodo de creación individual que dio a luz obras como Coriolano y La tempestad; pero antes de terminar su carrera, en los años 1612-1613, colaboró al lado de John Fletcher para escribir Los dos nobles parientes y la perdida Cardenio.
Como casi con todo en la vida de Shakespeare, no sabemos por qué lo hizo. Algunos estudiosos han subrayado el abismo entre sus obras cumbre y su producción realizada al lado de otros autores, la mayoría jóvenes, y con no menos maldad han comparado las escenas atribuibles a Shakespeare con las escritas por Fletcher o Wilkins, para dejar mal a estos últimos. En su documentado Shakespeare & Co.: Christopher Marlowe, Thomas Dekker, Ben Jonson, Thomas Middleton, John Fletcher and the other players in his story, Stanley Wells plantea algunas inquietantes preguntas para entender este periodo de autoría compartida: ¿necesitaba ayuda por alguna enfermedad?, ¿estaba, en realidad, enseñando a jóvenes dramaturgos el oficio, si tomamos en cuenta que Middleton era dieciséis años menor que él?, ¿lo hacía para renovar un repertorio que se había vuelto, acaso, más ensimismado?
En primer lugar, no es verosímil que estuviera enfermo, porque Shakespeare participaba de una forma muy activa en la creación de esas obras, en algunos casos en una proporción sorprendentemente equitativa: en Pericles escribió 827 versos contra los 835 escritos por Wilkins, y en Los dos nobles parientes, 1,168 versos contra los 1,604 de Fletcher. El proceso de integración, por otro lado, era variado: en ocasiones, el coautor componía la primera parte y Shakespeare la segunda (Pericles); en otros bosquejó escenas que no escribió (Timón de Atenas) y, en unos más (Los dos nobles parientes), escribió la trama principal y su coautor la secundaria. La afirmación de que les estaba enseñando a algunos jóvenes cómo escribir pasa por alto que Middleton o Wilkins habían ya estrenado para esas fechas obras muy exitosas, por lo que tendrían poco que aprender, incluso de alguien como Shakespeare. Una posibilidad no tan insólita es que, por consejo de los empresarios, responsables finalmente de financiar las obras, los otros coautores hayan sido contratados para equilibrar el estilo “tardío” de Shakespeare, que Wells califica de “más introvertido” y, por tanto, menos exitoso en escena que su periodo medio.
Lo llamativo, en todo caso, es la resistencia que por mucho tiempo hemos tenido a pensar que Shakespeare trabajó con otros dramaturgos, la negativa a ver los fantasmas de otros creadores en “una obra de Shakespeare”. A pesar de todas las investigaciones, los ecos de esa resistencia siguen hasta hoy. En 2012 las académicas Laurie E. Maguire y Emma Smith publicaron en el Times Literary Supplement un artículo sobre la posible presencia de “otra mano creadora” en Bien está lo que bien acaba. Los especialistas Brian Vickers y Marcus Dahl respondieron de inmediato desestimando dicha hipótesis. Hasta Vickers, autor de un exhaustivo estudio sobre las prácticas colaborativas en el teatro isabelino y, en particular, sobre las cinco obras de Shakespeare comúnmente aceptadas como colaborativas (Shakespeare, co-author. A historical study of the five collaborative plays), sentía que algunos críticos se estaban pasando de la raya. En el siglo XXI, no faltaba gente que había identificado diecisiete obras de........
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