Reinventar la Iglesia
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Al pasar revista de la historia de las imágenes de la Iglesia, suele sorprender el encuentro con un abundante desfile de metáforas, diversas y contradictorias: cuerpo de Cristo, templo de piedras vivas, sal de la tierra, madre y maestra, casta meretriz, hospital de pecadores. Con respecto a la Iglesia Católica, sin embargo, desde hace varios siglos suele predominar una imagen concreta: la de una pirámide implacable, sede de una imponente jerarquía, a cargo de ejercer, en los dominios de la doctrina, la moral y el culto, una disciplina unívoca e irrefutable. Con el Sumo Pontífice en la cúspide, la pirámide se extiende para abarcar a los obispos, los cuales, a su vez, se ocupan de la supervisión y gobierno de los presbíteros, dedicados al cuidado y administración de los templos y parroquias. En la base de la pirámide, muy por debajo de cualquier puesto de autoridad, se encuentran los fieles comunes y corrientes, una masa anónima de espectadores que suele permanecer ajena a lo que sucede en los altares y la jerarquía.
A pesar de sus pretensiones de inmutabilidad, la imagen de una Iglesia Católica minuciosamente jerarquizada y entregada a una manía centralizadora dista de ser unánime, lo mismo en el tiempo que en las concepciones contemporáneas del catolicismo. Como han señalado distintos teólogos e historiadores, entre los que por su celo y combatividad destaca el suizo Hans Küng, a lo largo de la historia de la catolicidad ha proliferado una saludable diversidad de concepciones teológicas de la ekklesia (“asamblea”, en griego), así como de modelos de organización eclesiástica. La más reciente afirmación de una concepción de la Iglesia menos autoritaria y vertical se remonta a hace cuatro décadas, cuando el Concilio Vaticano II (1962-1965) opuso a la acostumbrada noción piramidal la idea de la Iglesia como comunidad de creyentes, igualitaria y diversa, enriquecida por una pluralidad de servicios, vocaciones y ministerios eclesiales. Frente al centralismo absolutista del arraigado modelo romano, el Concilio afirmó un nuevo proyecto eclesial: la realización de una auténtica Iglesia “pueblo de Dios”, dinámica y plural, en la que los múltiples modos de ser eclesiales converjan gracias a una unidad por la comunión, y no por la subordinación. El contraste entre estas dos imágenes de la realidad eclesial es tan drástico que algunos teólogos han propuesto, sin rodeos, desechar el término “Iglesia”, bastante cargado de resonancias del viejo modelo, y adoptar uno nuevo, que subraye los rasgos fraternales y comunitarios, como koinonia o communio.
En la práctica pastoral, en la acción litúrgica y en el ejercicio de la autoridad, sin embargo, este conflicto entre las imágenes discrepantes ha sido todavía más polémico y profundo. En la realidad cotidiana de sus formas de organización, culto y gobierno, la........
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