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Una conversación bien encajada

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Prácticamente desde sus inicios, el siglo XX compaginó la poesía y la plástica en unos libros excepcionales y hermosos o, mejor dicho, excepcionalmente hermosos, que hoy se conocen más por referencia que por contemplación directa. Con el constructivismo ruso se fortaleció la colaboración entre poetas y pintores, y las vanguardias acabaron por hacer de esta complicidad una tradición. En rigor, la primera asociación de esta índole tuvo lugar en 1876 entre Stéphane Mallarmé y Édouard Manet para L’après-midi d’un faune. Y a esta pareja fundadora le sucedieron otras tan talentosas como Apollinaire y Picasso; Pierre Reverdy y Braque; Blaise Cendrars y Sonia y Robert Delaunay, por citar solo a las clásicas. Las búsquedas del surrealismo, comunes a la poesía y la plástica, permitieron dar un paso más adelante en esta exploración hasta hablar de “fusión” entre los dos lenguajes. Quizá el poeta Paul Éluard haya sido el más asiduo a esta práctica dualística que lo unió sucesivamente con Picasso, Man Ray, Marc Chagall, Fernand Léger y, sobre todo, Max Ernst con quien realizó el libro Poemas visibles, un título por lo menos elocuente de la apuesta perseguida.

No abriré aquí la caja de Pandora de las colaboraciones mexicanas e hispanoamericanas que son tan ilustres como las europeas. Solo añadiré que, a lo largo de la historia, pueden distinguirse ciertos matices entre los términos de “ilustración”, “colaboración” y “fusión” para calificar el momentáneo emparejamiento entre dos artistas.

Vicente Rojo escogió la palabra “conversación”, puesta por cierto entre paréntesis como en sordina, para nombrar la clase de intercambio que pretendió sostener con María Baranda en este espléndido libro. Pero antes que el testimonio de una conversación, la envoltura de acanalada textura gris me sugiere un sobre que contendría una carta. En lugar del tradicional lacre carmín, una cinta de cuero rojo sella precariamente la privacidad del diálogo. Un círculo deja entrever las iniciales........

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