Roberto Casanova: El ruido y la furia en el espacio público
No escribo estas líneas desde una pretendida superioridad moral. Lo que aquí planteo nace de una reflexión que interpela, ante todo, a mi propio desempeño en el espacio público. Al compartir este texto, simplemente extiendo una invitación cordial al lector para que emprenda —o continúe— un ejercicio similar.
Tampoco escribo desde un supuesto distanciamiento político. He asumido, con plena conciencia, una postura ante esta coyuntura de nuestra historia. Defiendo el cambio político que los venezolanos aprobamos de manera soberana el 28 de julio, convencido de que la superación de los males que nos agobian solo será posible si ese cambio se materializa. También considero que la negociación con el régimen es un mecanismo válido, pero que solo cobra sentido si se emprende desde una posición de fortaleza. De lo contrario, se convierte en una forma de sumisión.
Por eso discrepo políticamente de los planteamientos y acciones de un sector —minoritario, poco representativo pero activo— que promueve un camino alternativo que, aunque quizá no lo pretenda, implica en los hechos renunciar a la victoria alcanzada aquel día. Este sector insiste en negociar desde la debilidad y termina, en la práctica, siendo funcional al régimen, contribuyendo así a la prolongación de las dificultades que la ciudadanía enfrenta día tras día. Hoy reproduce, además, el discurso oficialista sobre la soberanía nacional frente a una supuesta invasión que no ocurrirá ni debería ocurrir. Lo más grave es que presenta la crisis política como si se tratara de un conflicto entre dos extremos —el régimen y una cierta oposición, como algunos la llaman—, equiparando responsabilidades y diluyendo el mandato ciudadano expresado con claridad el 28 de julio.
Disiento de estos planteamientos, lo reitero. Pero no por ello caeré en la descalificación de quienes los sostienen, ni contribuiré a la erosión del espacio público, como viene intentando la autocracia desde hace ya demasiado tiempo. Estamos, creo, ante un asunto que trasciende la coyuntura actual y que, en verdad, enlaza con la posibilidad de nuestro renacimiento republicano y democrático.
El espacio público
Permítaseme, para entendernos, proponer un concepto operativo de espacio público. Entiendo por tal el conjunto de interacciones —principalmente discursivas— que se producen entre ciudadanos en torno a asuntos de interés común. Estas interacciones se canalizan a través de diversos medios: parlamentos, medios de comunicación tradicionales, redes sociales, entre otros. Conviene no confundir el espacio público con los mecanismos mediante los cuales se expresa, pues varios de ellos también pueden albergar intercambios privados. Lo público no reside tanto en el soporte como en la naturaleza del asunto tratado.
Ahora bien, los seres humanos —plurales en opiniones, valores e intereses— necesitamos del espacio público para convivir en paz y afirmar nuestra condición humana. Allí podemos mostrarnos como individuos singulares y, al mismo tiempo, iguales en dignidad, tal como argumentó con lucidez Hannah Arendt. El espacio público no es, por tanto, un escenario dado ni un simple telón institucional: su existencia depende de que reconozcamos esas premisas fundamentales y actuemos en consecuencia. Si las negamos —si dejamos de vernos como interlocutores válidos, diversos pero equivalentes—, ese espacio se corrompe, se vuelve inhabitable y finalmente se desvanece.
La dinámica de creación y cuidado del espacio público —como quien construye una casa que luego habita y debe preservar— constituye, en esencia, la política bien entendida: no solo como disputa por el poder, sino, sobre todo, como arte de convivencia entre quienes se reconocen mutuamente en el diálogo democrático. Gracias a la política somos libres junto a otros: libres para informarnos, pronunciarnos o denunciar y, esencialmente, para resolver nuestras diferencias, alcanzar acuerdos y tomar decisiones sobre lo común. Nunca ha sido tarea sencilla, ni es probable que alguna vez lo sea.
Uno de los problemas más graves del espacio público en muchas democracias contemporáneas es su escasa relevancia para numerosos ciudadanos, absortos en su vida privada, indiferentes o desilusionados con la experiencia política. Con frecuencia, sin plena conciencia, delegamos en otros la responsabilidad de lo común; otras........
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