Federico Hernández Aguilar: El periodismo valiente y las democracias agonizantes
Lo que el público demanda es integridad profesional, y eso es lo mínimo que un periodista puede y debe ofrecerle
Refiriéndose a su compatriota, el sacerdote y literato Benito Feijóo, don Marcelino Menéndez y Pelayo, el más influyente académico español de su tiempo, escribió con sorna que no quería “hacerle la afrenta de llamarle periodista, aunque algo tiene de eso en sus peores momentos”.
Curioso resulta el dato por dos razones: primero, porque grafica cuánta animadversión causaba, entre los intelectuales ibéricos de principios del siglo XX, el oficio periodístico —considerado por muchos de ellos como la devaluación de la literatura—, y en segundo lugar, porque Menéndez y Pelayo siempre gozó, mientras tuvo vida, de lo que hoy llamaríamos “buena prensa”.
Lejos estaba don Marcelino de imaginar que el periodismo se convertiría, a fuerza de demostrarlo, ya no solo en un poder social ineludible, capaz de cincelar la cultura, sino en espacio primordial para decidir el fortalecimiento y hasta la permanencia de las democracias en el mundo moderno.
El valor de la opinión, así como el de los vehículos que la transmiten, es incuestionable. En su inmortal obra de 1859, Sobre la libertad, John Stuart Mill aporta el argumento liberal clásico sobre el tema: “Si se silenciara una opinión, esa opinión, hasta donde tenemos conocimiento, pudiera encerrar la verdad. Negarla es suponer nuestra propia infalibilidad. En segundo lugar, aun cuando la opinión silenciada fuese errónea, bien pudiera contener —y de hecho........
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