A propósito del nuevo fracaso electoral de Maduro del 25 de mayo de 2025, Antonio Canova González
Era finales del verano de 2017 y yo estaba traumatizado en Madrid.
No lograba concentrarme ni dormir por las noches. Recordaba y me atormentaban los momentos que venía de presenciar en Venezuela durante la represión desatada contra quienes protestaban por la opresión del régimen de Nicolás Maduro y por la miseria a la que sus políticas socialistas condenaron a todos. Ya había empezado a hacer estragos la hiperinflación. Solo quien atraviesa ese proceso de desaparición de la moneda tiene idea del desasosiego individual y del desespero colectivo que genera una gran devaluación. Ese “nada más pueden quitarme, nada tengo que perder”, atiza la llama de la rebelión.
Sentía dolor, desesperación, tristeza, pero nunca resignación. Tanta arbitrariedad, tanto sufrimiento, el sentir de la mayoría era de tamaña injusticia, que trasmutaba en rabia e indignación.
En la calle Zabaleta, del madrileño barrio de Prosperidad, mientras dejaba a mis hijos instalados para que estudiaran lejos de su familia, escribí estas historias breves que nunca, hasta ahora, pensé en publicar. Escribí episodios que vivieron personas cercanas, amigos, alumnos, compañeros de universidad o de trabajo. Relatos de víctimas de la violencia estatal que la tiranía de Nicolás Maduro desató contra ciudadanos que exigían su libertad.
El contexto es verídico. Hechos como éstos sé que ocurrieron en Venezuela entre febrero y julio de 2017. Estas historias las escribí poco a poco, durante varios días, tal como las imaginé.
Horror
Llora. Con el alma destrozada, llora.
En su ordenador, cientos de cuentas de twitter repiten las imágenes: un joven, usando una gorra al revés, una franela azul y un tapaboca, cae al suelo, herido. Su última expresión la capta con precisión la cámara: sorpresa, incredulidad. Acaba de ver cómo apenas a dos metros de distancia un policía militar le disparó desde adentro de una base aérea en el este de Caracas. Al pecho. Dos veces. Fulminante. Certero.
Llora, también impactado.
¿Es que acaso la reja de hierro macizo que separa la instalación militar de la autopista, donde miles de jóvenes desarmados protestaban, rebelándose ante la dictadura, la represión criminal de las fuerzas militares, la pobreza, no era suficiente protección para el comando militar que acaba de asesinarlo? ¿Es que la vida de un joven de 23 años, dedicada hasta ese día a salvar vidas como enfermero, merecía un final así?
A sus casi cincuenta años, solo en la casa vacía que, otrora, fue el hogar de sus hijos, no para de llorar. Lo supera el dolor por ese asesinato cruel, sin sentido, que solo se conoce por las redes sociales. La televisión calla, esconde. Lo disimula con concursos y películas extranjeras. Todo en la calle estaba en “perfecta normalidad”.
La vida de gran parte de una sociedad, al menos dos generaciones, ha sido destrozada. Algunos se dan cuenta y sufren por ello; otros, no. Un grupo, pequeño en comparación, que ha aprovechado su oportunidad. Sin merecerlo, la vida pareciera que les sonrió, consiguieron fortunas fáciles, inimaginables, a costa del inmenso mal ajeno.
— “No puedo más. No puedo más ¡Tanta maldad; tanto sufrimiento; tanta injusticia!”.
— “Pero ¿qué vas a hacer, Antonio?” —se preguntaba una y otra vez.
— “Seguir. No hay otra opción; seguir…”.
Desasosiego
Amanece.
Pájaros cantan; ruidos de calle; el sol se escabulle entre las persianas. Un café. Siempre un café al despertar.
Va a la cocina y encuentra el desastre de anoche. Ollas, platos, tazas y vasos por doquier. No lavó ayer, ni anteayer. Ni antes en toda la semana.
Hace cuatro días que no toma café. Se le acabó el último kilo que la hermana le había dejado en casa.
No se consigue café, ni leche, tampoco azúcar. Menos pasta, arroz o aceite. Solo en el mercado negro y a precios imposibles de pagar para quien no tenga dólares y gane en la devaluada moneda venezolana, podría comprarse el lujo de beber su café de las mañanas, al despertar, como se había malacostumbrado desde que dejó la casa de su mamá, en el centro del país, y fue a estudiar a la capital, a la universidad, periodismo.
—“No puedo más. No puedo más”.
—“Vengo de una familia humilde, que apostó por la educación como medio para la superación. Fui ejemplar. Número uno de mi promoción en el liceo, número uno también en la Central. Siempre pude vivir bien de mi trabajo. Pensé que había triunfado… Ahora no tengo ni para un café” —se repetía una y otra vez.
Vuelve a su cuarto moviendo la cabeza. Frustrada.
Cierra la persiana. Ya se reúnen vecinos en los alrededores de la avenida para protestar. Pronto llegará la policía nacional, todo será caos, gritos, violencia. Abre la gaveta de la mesita al lado de su cama y se toma la última pastilla para calmarse y dormir.
Llora. Contra la almohada, llora. A sus cuarenta años, sin una vida que sea capaz de controlar. Sin saber qué hará. Se duerme inquieta. Sueña mal.
Desarraigo
Viernes. Al fin, viernes.
Las noches de los viernes son diferentes. Se puede oír el ánimo de la gente. Algunas personas, extenuadas, solo piensan en volver a su madriguera. Compartir con los suyos un momento de paz y amor. Comer y beber algo; beber. Descansar.
Otros escuecen por salir: calle, fiesta, alcohol y música. Ligar. Desde la ventana de su pequeña habitación, al lado del Metro, puede ver el danzar constate de la gente; se oye el barullo, sube y baja una y otra vez. Madrid no duerme.
El móvil suena:
—¿A dónde vamos?
—»Yo tengo que estudiar» —piensa.
Apenas un segundo más tarde, se sincera: —»No tienes dinero, Santi. Debes cuidar las quince pelas que te quedan hasta fin de mes».
—No iré. Tengo que terminar el proyecto. Que disfruten. Me cuentas mañana.
Sabe bien que es un privilegiado por no estar expuesto a la violencia diaria en su país. Sabe mejor aún los sacrificios que todos en su familia han hecho para garantizarle una opción de vida mejor. Está consciente de que es una ventura quedar margen de la guerra que una tiranía cruenta ha desatado contra su sociedad.
Se ha librado de vivir en la injusticia y la miseria que tiñen de rojo las calles donde creció y vivió su niñez, donde conoció el amor por primera vez. Pero es duro. La soledad desgasta. Vivir al día, evitando gastar, también.
Abre un libro que ya ha marcado por entero, vuelve a leerlo.
Al rato, llora, por lo que dejó, por no compartir con su familia, por la novia que ya no está. Se sabe afortunado. Piensa a diario en sus amigos que quedaron, quienes están exponiendo la vida en las calles de su ciudad.
Compromiso
—Hijo, es muy temprano ¿Ya te vas?
—Sí, mamá. Debemos estar en quince minutos en la avenida. Hay que montar la barricada. Nadie pasará, trancaremos toda la ciudad.
—Cuídate, Ismael. Ayer los malditos guardias mataron a un muchacho. Esto se volvió una guerra y ustedes apenas se protegen con escudos de cartón y cascos de béisbol.
—Yo lo sé, mamá. Lo sabemos muy bien. Mataron a un chamo que conocí una vez. Le dispararon como a un........© La Patilla
