El suicidio: una pregunta abierta
¿Qué es el suicidio?
Suicidio (del latín “sui”: a sí mismo y “cidium”: asesinato; “matarse a sí mismo”) ha habido siempre en todas las culturas en la historia de la humanidad, al menos, desde que se tienen registros. La cuestión estriba en la forma en que el mismo fue valorado (o desvalorizado, anatematizado incluso), y en cómo podemos apreciarlo en la actualidad. Hoy lo vemos como expresión de un profundo malestar psíquico, de naturaleza psicopatológica, y hablamos profusamente de su prevención. Pero no siempre fue así. Y esto mismo de la prevención nos convoca a reflexionar hasta dónde, cómo y en qué circunstancias es ello posible.
Hipócrates, el gran médico de la tradición griega, en el siglo IV antes de nuestra era, lo consideró expresión de “síntomas autodestructivos”, con un pensamiento que hoy podríamos llamar “moderno”, o “científico” (según nuestra epistemología), viendo ahí un desequilibrio emocional. En Oriente, sin embargo, fue elogiado grandemente en ciertas circunstancias, como en la China del emperador tiránico Qin Shi Huang (siglo III antes de nuestra era), que mandó a incinerar los libros de Confucio, ante lo cual muchos intelectuales seguidores del pensador optaron por el suicidio colectivo en honrosa señal de protesta. Ese acto fue considerado una heroica forma de crítica hacia la medida política del tirano, al igual que lo han hecho varios auto-incinerados en épocas recientes: los monjes budistas bonzo, del sudeste asiático, quienes se rociaron líquidos inflamables prendiéndose fuego posteriormente en lugares públicos como reacción ante determinados hechos políticos, modalidad que fue seguida luego por muchas otras personas en señal de protesta en distintas partes del mundo.
El brahmanismo, así como el hinduismo, en la India, aceptaban, o incluso, promovían ciertos rituales suicidas, como la auto incineración de las viudas luego del fallecimiento del marido, a manera de expiar los pecados del mismo y para ganar el honor para sus hijos. Pero ello permite también otra lectura del fenómeno, viendo en ese inducido (u “obligado”) suicidio una machista imposición varonil.
En la Grecia clásica había una posición ambivalente con respecto al fenómeno, en tanto en el Imperio Romano era más tolerado. De todos modos, en ambas civilizaciones existían tribunales que escuchaban a los potenciales suicidas, y decidían si autorizaban, o no, la acción. Pero un esclavo, al no ser dueño de su vida, no tenía ese derecho. Si lo hacía, su amo podía pedir a quien se lo había vendido que le restituyera el dinero de la compra.
En el antiguo Egipto existía una academia destinada a investigar los mejores métodos para morir sin dolor, por lo que puede considerarse que el suicidio no era abominado. El Islam, por su parte, rechaza el suicidio, dado que solo Alá misericordioso puede disponer el momento en que cada humano morirá, aunque es tolerado ese suicidio como forma de sacrificio voluntario en la Guerra Santa. De ahí que vemos los suicidas que se hacen volar cargados de explosivos, aceptando orgullosamente ese final, al grito de “Alá we akbar” (Dios es grande).
En el Japón feudal, tradición que se ha mantenido hasta el presente, el suicidio tuvo un lugar muy especial. Los devotos de la divinidad Amidas solían suicidarse arrojándose al mar o haciéndose enterrar vivos. Mientras que el seppuku o haraquiri fue un suicidio ritual, práctica reservada solo para los nobles y los guerreros samurái, que optaban por abrirse el vientre antes que entregarse rendidos a sus enemigos. Dicha práctica, andando el tiempo, dio como resultado los famosos pilotos kamikaze, que al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya era evidente la derrota nipona, preferían suicidarse arrojando voluntariamente sus aviones contra barcos estadounidenses en una muestra de honor nunca mancillado: muertos antes que rendidos.
La tradición judía condena fuertemente el suicidio, y a quienes lo comenten, se les entierra fuera del campo santo. De igual modo, en el medioevo cristiano en Europa, a los suicidas se les negaba sepultura en lugar sagrado, en tanto sus propiedades eran confiscadas. Como muestra elocuente de este desprecio, un edicto del rey Luis XIV de Francia, del año 1670, castigaba muy severamente a quien se suicidaba, haciendo que el cuerpo del muerto fuera arrastrado a través de las calles boca abajo, y luego colgado en plaza pública y arrojado a un basurero. Por supuesto su alma iba al fuego eterno del infierno.
En la tradición maya, por el contrario, el suicidio era considerado una manera especialmente honorable de morir, como el de las víctimas humanas en los sacrificios, o el de los guerreros caídos en combate, o el de las mujeres muertas al momento de dar a luz.
Entre los inuits o esquimales del Ártico, es una tradición que los ancianos, cuando ya no tienen fuerza para cazar y pescar, optan por remar solos en su kayak hacia el insoportable frío del polo, para morir honrosamente así, por hipotermia.
No podemos dejar de considerar una conducta altamente llamativa como la de muchos agentes especiales (espías, fundamentalmente en los años más álgidos de la Guerra Fría, o miembros de grupos guerrilleros actuando en la clandestinidad), que portaban pastillas de cianuro, dispuestos a ingerirlas para morir en el acto, evitando así ser tomados prisioneros y torturados con el fin de obtener información reservada. Estamos ahí ante una compleja forma de suicidio -no podría llamársele de otro modo-, aceptada en forma voluntaria como parte de su misión.
Hoy día ya comienza a ser relativamente aceptado el fenómeno de la eutanasia, la muerte asistida, decidida voluntariamente por aquellas personas que padecen enfermedades terminales, con la participación de personal médico. Algunos países ya tienen legislaciones que estipulan las condiciones para realizarla, lo cual sigue siendo aún tema de controversia, con iglesias conservadoras que siguen viendo ahí un pecado capital. En general no se llama a eso suicidio, pero obviamente lo es.
Ante toda esta miríada de posiciones, cabe la pregunta: ¿qué es exactamente el suicidio? ¿Un pecado imperdonable, un ritual respetable y honorable, un derecho humano que se debe tomar como tal, una psicopatología grave?
En nuestro medio, ámbito occidental y a principios del siglo XXI, sigue siendo un tema espinoso, por no decir tabú. Muchas familias, al tener un miembro que se suicidó, guardan ese hecho como un suceso vergonzante, más aún si el grupo familiar presenta una fuerte raigambre religiosa. En esa perspectiva, el suicidio continúa viéndose como algo de orden pecaminoso, envuelto en prejuicios moralistas. De ahí que se reportan mucho menos de lo que realmente suceden, por lo que, en términos estadísticos, nos encontramos ante un subregistro del fenómeno.
Definitivamente, el tema es complejo, con variadas aristas. Hay cosmovisiones en juego que ayudan a percibirlo de diferentes modos, a darle otro valor social (repudiado, tolerado, glorificado). Junto a ello -aspecto para estudiar en profundidad, por cierto- hay condiciones socio-culturales e históricas que tienen que ver con su mayor o menor ocurrencia. Estudios epidemiológicos evidencian, por ejemplo, que en los pueblos originarios de todo el continente americano las tasas de suicidio son significativamente mayores que las de poblaciones no indígenas. En Canadá y Estados Unidos un 25% más alta; duplican o triplican las tasas de no-indígenas países como Brasil, en los pueblos amazónicos; o quintuplican la media nacional pueblos originarios de Colombia. Significativo es que en esas áreas con tanto porcentaje de suicidio, son poblaciones jóvenes las que recurren a ese expediente fatal, en tanto que son ellas las que encuentran más cerrados los caminos para su desarrollo personal, donde sus tradiciones culturales se han ido debilitando y/o perdiendo, y ya no funcionan como barreras protectoras que les aferran a la vida.
Es evidente que en este complicado tema del suicidio se articulan factores subjetivos (no todos los jóvenes indígenas se suicidan, obviamente) y dinámicas comunitarias-históricas. La gente de mayor edad de las poblaciones originarias mantiene mucho más esas redes culturales, por lo que allí los suicidios no tienen alta relevancia.
Suicidio y autoagresión
Freud dijo que “la neurosis es el costo de la civilización”. Siendo consecuentes con el pensamiento psicoanalítico deberíamos ampliar esa expresión para llegar a decir que “el malestar psicológico en su conjunto” es ese costo, entendiendo que siempre hay un pendiente, un tanto de insatisfacción en la experiencia humana. En definitiva, eso es lo que nos descubre el abordaje psicoanalítico: que siempre falta algo, que no hay completud total en la experiencia humana, que hay límites (la muerte, la diferencia sexual anatómica con su correlativo ordenamiento psíquico), y que ello nos aterra, que no queremos saber nada de esa limitante. Y también nos evidencia que, aunque nos confronte con nuestra preciada racionalidad y declarado pacifismo, siempre hay igualmente un monto........





















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