Van Gogh. El solitario de la casa amarilla (ii)
Medio siglo después de su muerte (1790), las ideas socio–naturalistas de Jean Jacques Rousseau siguieron recreando las letras y el arte europeos. Surgieron movimientos que idealizaban la vida rural y denunciaban la hipocresía social y la dura vida de los campesinos. Los pintores de aquella época, henchidos de rebeldía nihilista, abogaban desde su cromatismo ideológico por una libertad de estilo y composición. Fue en los museos de la Haya y Londres donde se despertó en Van Gogh su capacidad de asombro y su admiración sensible por Rembrandt, Gustave Courbet y Honoré Daumier al igual que el diletantismo plasmado en las acuarelas ribereñas del Támesis. Las lecturas de Émile Zola, Charles Dickens y Jules Michellet lo alejaron de su “infancia senil” y su desdeñoso padre y le enseñaron a amar los labriegos y denunciar las infamias sociales de su tiempo.
Y ahí están sus “Campesinos comedores de patatas” (1885) … Pensaba de pronto en su vocación evangelizadora, pero su acendrado humanismo, su rebeldía espiritual, su gusto pagano por el griego y el latín y el refugio salvífico de sus bocetos imbuidos del espíritu realista holandés, ahogaron su fervor religioso (“Cuando siento necesidad de Dios, salgo por la noche a pintar las estrellas”). En Amberes conoció el arte de Rubens, Frank Hals y los maestros del grabado japonés (Hokusai, Hiroshige y Utamaro), que le ayudaron a manejar con maestría el arte del color. 1886 surgió como un año decisivo en la vida del pintor: se trasladó a París; conoció a Pisarro, Georges Seurat, Henri de Toulouse Lautrec, Paul Gauguin y Emile Bernard y se refugió en el vanguardismo pictórico de la época (El Neoimpresionismo). “La ciudad luz” lo encegueció, lo desconcertó y casi lo enloquece…
Decide entonces huir. Su “casa amarilla” en Arlés se convirtió a partir de 1888 en........
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