Vivir descomplicado
Se escucha mucho últimamente el palabro «descomplicarse». Palabro, que no palabra, además de por no estar recogido en el diccionario de la RAE, por lo artificioso de su construcción y lo espantoso de su significado. Porque descomplicarse quiere significar no rayarse, ir de tranqui, pasar de todo lo que no le compete a uno, evitar el compromiso. En suma, no involucrarse en nada que no sea el propio bienestar. Pues qué bien.
Hace unos años, un viejo conocido me confesó lleno de gozo, tras lograr una prejubilación muy ventajosa (y temprana) por la que llevaba tiempo peleando, que por fin había logrado el gran objetivo de su vida: no tener que madrugar. La anécdota, les aseguro que real, me sigue provocando algo parecido a la vergüenza ajena cada vez que la recuerdo. Huelga decir que a este sujeto jamás le conocí actividad alguna relacionada con procurar el bien a los demás. Un campeón en el refinado arte de vivir descomplicado.
Frente a este horrendo palabro, frente a este perverso concepto, yo opongo otro que, además de ser su contrario, a mí me parece la palabra —esta sí lo es— más hermosa del castellano: desvivirse. Desvivirse (DRAE: Mostrar incesante y vivo interés, solicitud y amor por alguien o algo) es no guardarse nada, es darlo todo, es arriesgar, aventurarse, salir de sí, vivir para otros. Es renunciar a la propia vida para hacer vivir a los que te rodean. Es madrugar para los demás.
En nuestro día a día, podemos descubrir ambas realidades a poco que observemos con atención: la descomplicación y ¿el........
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