SEMANA SANTA | Por: Antonio Pérez Esclarín
Por: Antonio Pérez Esclarín
Jesús sabía que había llegado la hora definitiva. Decidió subir a Jerusalén aunque estaba seguro que posiblemente sería un viaje sin retorno. Aceptó entrar en la ciudad montado en un humilde burrito, como los campesinos y no como los reyes y emperadores que entraban por arcos de triunfo a las ciudades conquistadas montados en briosos caballos y seguidos de un gran séquito de guerreros y esclavos. El grupito de sus seguidores y algunos otros peregrinos que reconocieron en Jesús al Sanador de enfermos y al Maestro de la Misericordia, contagiados por la alegría de entrar en la Ciudad Santa, empezaron a aclamarle y, como muestra de su admiración, alfombraron el camino con sus mantos y con ramas y flores que cortaban del monte que crecía en las orillas. Algo muy sencillo, nada grandioso, radicalmente opuesto a las entradas triunfales de los conquistadores.
Jerusalén ardía de peregrinos llegados de todos los rincones a celebrar la Pascua. Los soldados romanos vigilaban en la torre Antonia, listos para mantener el orden a toda costa. Ese día Jesús no quiso regresar a Betania a pasar la noche en la casa de........
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