La emoción política de un librepensador
Cuando alguien a quien queremos se muere, nos invade un profundo dolor. Sentimos que nos quedamos más solos. Ese es el sentimiento que albergo ahora cuando escribo algo que no quería escribir. Habría dado lo que fuera para no tener que hacerlo: mi despedida final a Javier Lambán, expresidente del Gobierno de Aragón.
Él sabía desde hacía tiempo que su vida se estaba agotando. Los demás también, pero fingíamos ignorarlo. Quizás confiábamos ingenuamente en un golpe de suerte, en una sorpresa, en una última esperanza que restableciera su salud, pero no fue así.
Murió como vivió. Afrontó su final con discreción, con naturalidad, con la misma entereza y coraje que había demostrado a lo largo de su vida. Y murió con las botas puestas. Pese a conocer la gravedad de sus dolencias, que le llevaron a un visible deterioro físico al que él mismo no daba importancia, siguió hasta el último suspiro concediendo entrevistas, publicando artículos —el último lo envió a HERALDO pocos días antes de morir— y participando en las redes sociales con su habitual franqueza y claridad. Su ánimo era admirable.
Recuerdo nuestras fuertes y enconadas discusiones. Las relaciones que mantuve como editor independiente de prensa con un político de la envergadura y la responsabilidad de Javier no siempre resultaron fáciles. Eran las clásicas relaciones tormentosas entre Prensa y Poder. Él........
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