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El colombiano y la peruana

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10.08.2025

El canciller Elmer Schialer entró a la oficina presidencial. Su pecho se elevaba y bajaba con rapidez, como si estuviera siguiendo un ritmo interno, propio, silencioso. Observó, no sin decepción, que la presidenta Dina Boluarte seguía enfrascada en la lectura de unos documentos que posaban sobre su escritorio. Siguieron todavía unos segundos en la misma situación, en el mismo statu quo. En un momento, el canciller no pudo más.

—Señora presidenta —se atrevió a decir—. Tengo algo urgente que informarle.

Boluarte se demoró en reaccionar. Como si el tiempo fuera de su propiedad o, peor, como si no existiera, mantuvo su mirada sobre el documento varios segundos más. Luego, trabajosamente, como si le costara una enormidad, levantó la mirada y, por fin, se encontró con la figura del canciller, de pie, con un ligero temblor de piernas, frente a su escritorio.

—Elmer —le dijo sin aprecio—. ¿No te has puesto a pensar que quizá estoy leyendo un documento de suma importancia y por eso todavía no te he prestado atención?

El canciller tartamudeó algo ininteligible. Por un instante, se sintió como un niño que interrumpe una conversación de adultos.

—Perdone, señora presidenta —dijo con todo el temple que pudo reunir—. No sabía que ese documento tuviera tanta importancia.

—No, no la tiene. Es la lista de lugares que quiero conocer en mi viaje a Japón e Indonesia. Pero ese no es el punto.

—Perdone, me perdí. ¿Cuál sería el punto?

Un leve rubor se apoderó del rostro de la presidenta. ¿Schialer acababa de burlarse de ella? ¿Sería eso posible? ¿O simplemente el canciller había sido víctima de su propia incertidumbre?

—El punto —respondió Boluarte— es que la presidenta soy yo.

El canciller alzó las cejas.

—Eso ya lo sé, señora........

© Perú21