Réquiem por el amigo caído
Se me han ocurrido tres finales –optimista, nostálgico y apocalíptico; el tercero con guiño a una popular serie de televisión– para una historia triste. En lugar de revelar cuál juzgo más probable, prefiero comenzar describiendo al protagonista.
Me encantaba mirarlo, tan alto. Parecía que nadie podría acabar con él. Además, se mantenía tranquilo y, a su manera, prodigaba gentilezas. Si cualquier persona se le acercaba, cansada, sofocada, nunca negaba su auxilio. Era un imán para los gatos, estos jugaban o dormitaban confiados junto a su cuerpo.
Cierta mañana me sorprendieron los quejidos. Se prolongaron de viernes a domingo, desde el amanecer hasta la puesta del sol. Cinco hombres lo atacaban, por turnos. Iban destrozándolo, palmo a palmo, y maldecían la resistencia del gigante.
El ruido de la sierra eléctrica, el crujir de las ramas, se tornó angustioso, insoportable. Decidí averiguar.
–¿Por qué lo hacen? ¿Acaso el árbol nos molesta? –pregunté a gritos a una vecina, pues no había otro modo de hacerme oír.
–Según escuché –la voz sonó contrariada–, la familia nueva, esa que se mudó el mes pasado, tiene un carro y va a construir ahí una caseta.
–¡¿Sin más ni más?! ¿Pidieron permiso?
Encogimiento de hombros. No volvimos a hablar.
El autor intelectual del arboricidio poseía dinero con que pagar la cuadrilla demoledora e impunidad para apropiarse de un espacio colectivo. ¿Qué hago?, me repetía mentalmente a lo largo de aquel primer día sometida a la agonía auditiva y visual. ¿Me abrazo al árbol, como en las películas, y me niego a abandonarlo? ¿Toco a las puertas del vecindario, organizo una protesta? ¿Busco al delegado del Poder Popular? ¿Les armo un escándalo a los nuevos? Pero ni siquiera sabía quiénes eran.
Mientras tanto, los pedazos seguían........
© Bohemia
