Sueños cromáticos, pesadillas patrimoniales
Tuve un sueño. Soñé que, en un arrebato de libertad, decidía pintar la fachada de nuestra casa -una joya arquitectónica del Centro Histórico de Manizales-. Una casa nuestra, pagada con mi trabajo y el de mis ancestros, heredada con amor, cuidada con esmero… Pero ahí no termina el sueño, porque después venían ellos: los burócratas del patrimonio. A continuación, relato las once versiones de mi fachada soñada… y las once respuestas que imaginé de quienes custodian con fervor religioso cada centímetro de cal de mi propiedad.
Soñé -como sueñan los ingenuos- que un día podía pintar mi casa. No para negarle su historia, sino para celebrarla. Mi casa, antigua y querida, en el Centro Histórico de Manizales, con sus muros cansados y su alma intacta, pedía a gritos un poco de color y cuidado.
Pero entonces, como en todo sueño, llegaron los burócratas. Unos estaban aquí mismo, en la ciudad, sin saber muy bien de qué color era el patrimonio, pero seguros de que cualquier brocha era una amenaza. Otros, más letrados, estaban en Bogotá: sabían mucho, decidían poco, y lo hacían tarde. Todos compartían algo: el poder absoluto de decir “no”, en nombre del bien común, aunque la casa se descolorara.
Y así, atrapado entre la ignorancia local y la omnipotencia central, la propiedad privada quedó suspendida en el limbo del trámite. Empecé entonces a soñar fachadas. once, para ser exactos. Y cada una tuvo su respuesta.
Estas son algunas perlas de su pensamiento estético-administrativo.
1. La fachada igual
No la pinté. Solo la lavé con agua y jabón.
Respuesta: “Toda intervención,........
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