Carta abierta, pública… para que se sepa, a los gobernantes y a la sociedad “normoyente”
A quien corresponda,
A los responsables políticos, a los gestores culturales, a los profesionales de la educación y la sanidad, a los medios de comunicación y, sobre todo, a la sociedad “normoyente” en general:
La sordera es una enfermedad incapacitante, una merma, un lastre que impide la comunicación, faceta esencial para la socialización y la integración social. No es una diferencia que “enriquezca la convivencia”, ni una bandera identitaria, ni una “diversidad” a celebrar. Es una barrera real y cotidiana que afectaba -en 2022- a más de 1.230.000 personas en España (2,3% de la población), de las cuales alrededor de 100.000 presentan sordera profunda. Más del 75% son mayores de 65 años. A nivel mundial, más de 446 millones de personas tienen pérdida auditiva incapacitante, y se prevé que en 2050 será 1 de cada 10 personas.
No se olvide que pensar consiste en hablar uno consigo mismo, y para ello es imprescindible conocer el idioma. Y el idioma se aprende hablando, interactuando, escuchando y practicando desde la infancia. La sordera, al dificultar o imposibilitar el acceso natural al lenguaje oral, supone un obstáculo fundamental para el desarrollo del pensamiento, la socialización y la autonomía. Recordarlo es de Perogrullo, pero parece necesario repetirlo ante tanta confusión y discurso vacío.
No existe una “comunidad sorda”: basta de falacias y victimismo
Uno de los grandes errores y falacias que se han impuesto desde ciertos sectores institucionales y asociativos es la idea de que existe una “comunidad sorda” real, cohesionada, con lengua, cultura y valores propios, que representa a la mayoría de las personas sordas. Esto es falso.
La realidad es que la inmensa mayoría de los sordos en España —y en el mundo— no se identifican con ninguna comunidad diferenciada, ni usan la lengua de signos, ni comparten una cultura separada de la sociedad general. La “comunidad sorda” es, en la práctica, una construcción artificial, mantenida por intereses asociativos, subvenciones y discursos victimistas que solo benefician a una minoría ínfima y perpetúan la segregación.
Basta también de la cultura de la subvención y del victimismo institucionalizado.
Las personas sordas no necesitan lástima, ni paternalismo, ni que se gasten recursos públicos en soluciones simbólicas o en alimentar estructuras asociativas que no representan ni defienden las verdaderas prioridades del colectivo.
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