La paternidad extraviada
Le pido un favor menor a mi hijo adolescente. Alcánzame mi celular, una tontería de ese tipo. Yo estoy ocupado, tengo al niño enfrente y el aparato está más cerca de él que de mí. Él, al momento que recibe el pedido, entorna los ojos haciendo un gesto de hastío desproporcionado como si le estuvieran pidiendo algo completamente inaceptable.
Su gesto no me molesta. Lo que hace es inmediatamente retrotraerme, sin preguntarme, a varias décadas atrás: estoy subiendo las escaleras de la casa de mis padres en la avenida Dos de Mayo y escucho a mi padre diciéndome baja a saludar (hay visitas), seguido de y luego, por favor, trae la hielera. Tengo la misma edad que tiene mi hijo ahora. Sin que me vea mi padre, sigo de espaldas, entorno los ojos de la misma manera en que acaba de hacerlo mi hijo y pienso “te odio, ojalá mueras”. Lo desproporcionado del sentimiento ha logrado que jamás haya podido terminar de subir ni bajar esa escalera.
Esa es la densa carga de la adolescencia. Una ira y pesadumbre permanentes que adolece, tal como su nombre lo sugiere, del buen juicio de la experiencia para poder sopesar lo que verdaderamente importa. Para salir indemne de ese limbo donde empiezan a asomar las alegrías y las........
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