Tres caballeros del ajedrez
“Saber jugar al ajedrez es señal de distinción; saberlo jugar bien es señal de una vida desperdiciada”. La frase pertenece al jugador más fuerte del siglo XIX, el estadounidense Paul Morphy (Nueva Orleans, 1837-1884). El hecho de que fuera uno de los mejores ajedrecistas de la historia es lo que vuelve demoledora esa sentencia.
Al acercarnos un poco a las circunstancias de su vida, perdonamos enseguida la cortante tristeza de ese juicio. Incluso antes de su muerte a los 47 años, Morphy ya se había retirado del ajedrez competitivo a los 22. Lo hizo por una razón tan sencilla como trágica: no había en el mundo rivales a su altura, o al menos él no los encontró. Tras permanecer invicto durante años en su propio país, comprendió que sus habilidades solo serían reconocidas si las mostraba en Europa, desde donde le llegaban obsequiosas invitaciones. Cuando por fin hizo el viaje a través del Atlántico, vapuleó cordialmente a todos los grandes de su tiempo, exceptuando al campeón de Inglaterra, Howard Staunton, quien presentó una excusa tras otra y consiguió eludir el match que prometiera al joven Morphy cuando este aún se hallaba en Nueva Orleans.
Durante su estancia en el viejo continente, Morphy ofreció partidas de exhibición en las modalidades de simultánea y a la ciega. Asimismo recibió, no oficialmente, el título de campeón mundial. Pero los laureles conquistados, ni las partidas amistosas con duques y condes, ni el busto de bronce esculpido en su honor en San Petersburgo, ni las innumerables muestras de aprecio recibidas, pesaron más en la mente de Morphy que el hecho de no haber hallado verdadera competencia del otro lado del tablero.
Tan grande era la superioridad del americano que ningún maestro europeo podía retarlo sin al menos una pieza de ventaja. Debido a esto, Morphy renunció a plantearse el ajedrez como profesión, y se propuso ejercer como abogado, proyecto en el cual fracasó por completo, no obstante haber sido un brillante alumno de Derecho. Morphy, pese a todo, ha quedado como el prototipo del ajedrecista de elite moderno, y basta repasar su legado para concluir que la suya no fue una vida desperdiciada. Aunque, tal vez, desde la fugaz comodidad de nuestro palco del futuro, no nos corresponda hacer tal juicio.
Lo que yo elegiría hacer, desde el mencionado palco, es disfrutar cada momento de la historia del ajedrez, incluso los argumentos de quienes lo han denostado, como el legendario Morphy, como mi querido tío materno, quien negaba que el ajedrez desarrollase en sus adeptos otra capacidad que la específicamente requerida para jugarlo, o como Robert Fischer, cuya diatriba contra el ajedrez moderno puede hallarse en YouTube, introduciendo las palabras “I hate chess”. (Spoiler alert: no es del todo cierto que lo odie).
Todo juicio inteligente lo es por tener algún fundamento, y más si está basado en la experiencia. El problema de los........
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