Laura Domingo Agüero: “Deseaba escribir y salvar todo”
Es la niña que cada día veía pasar, un año y otro, de la mano de su padre, rumbo a la escuela provincial de ballet Alejo Carpentier, en L y 19, El Vedado. Lo sé porque la he visto crecer, he seguido su desarrollo como escritora, y porque Jorge Domingo, el investigador y narrador1 que contribuyó decisivamente para que viniera al mundo, es mi amigo de los años, poética manera que tenemos los cubanos de decir que nos hemos hecho viejos.
Ya estaba acostumbrado a ver los créditos de Laura (La Habana, 1985) como coreógrafa de piezas para el Ballet Nacional de Cuba, Danza Contemporánea de Cuba y compañías de América y Europa, pero que “se metiera a poeta” fue una grata sorpresa reciente. Hasta el momento ha publicado los volúmenes de versos De invocaciones y otros límites (Colección Sur Editores, Cuba, 2014); País sobre las aguas (Ediciones Sed de Belleza, Cuba, 2018); Memoria, Premio Calendario de Poesía, 2021 (Casa Editora Abril, Cuba, 2021), y La distancia (Editorial Áncoras, Cuba, 2022). Algunos de estos libros se han replicado en México, España e Italia.
Graduada de la Universidad de las Artes y de la Facultad de Artes y Letras, ambas instituciones de su ciudad natal, durante años Laura se desempeñó como profesora en la Escuela Nacional de Ballet de La Habana, donde estuvo bajo la tutela de figuras emblemáticas de la historia de la danza en Cuba. Por si todo esto no fuera suficiente, es realizadora de videodanzas (Otoño, The umbalaced, Circunloquio e Inexistencia y Dove sei?). En 2020 coreografió y dirigió, junto a Roberto Salinas, el largometraje documental Cuban Dancer, coproducción de Italia, Canadá y Chile.
A Coimbra, la mágica ciudad portuguesa que la acoje, fueron a dar nuestras preguntas. Sus respuestas viajaron a La Habana.
Te formaste como bailarina clásica. ¿Hasta dónde fue una elección personal y hasta donde un destino “inducido” por tu madre, la profesora Raquel Agüero?
Una de las cosas que más me enorgullecen es que ninguno de mis padres deseó o incentivó que me dedicase a profesiones similares a las de ellos. Mamá, que era desde entonces profesora de danza, se negó rotundamente cuando, a mis 8 años, una tarde volví de la escuela con la idea de acompañar a mi mejor amiga, Ana Moreira, a las clases de ballet a las que esta asistía. Claro que yo había frecuentado los teatros de todo tipo en La Habana, pero también el mundo de las comparsas, en el que colaboraba a veces mi madre. Y me había enamorado de esa danza callejera, espontánea, voluptuosa, popular, más que del universo restrictivo del ballet. Pero insistí en concurrir a aquellas clases para aficionados con mi cómplice de entonces.
Mamá no se doblegó, y fue mi padre el encargado de llevarme. Pasó quizá un curso entero, y al cabo, Ana y yo decidimos por cuenta propia presentarnos a las pruebas de ingreso de la Escuela Provincial de Ballet, entonces “Alejo Carpentier”. Mi madre se opuso de nuevo. Me empeciné y obtuve el primer lugar del escalafón aquel año de 1994. Recuerdo que hice ante mi madre un comentario infantil acerca del fin de tanto esfuerzo y preparación. Y esta me corrigió: “Ahora es que empieza todo”.
¿Tienes un buen recuerdo de tu infancia?
Creo que fue Dostoievski quien dijo que quien ha tenido una buena infancia está salvado para siempre. Yo tengo muchos recuerdos maravillosos de esa época: el juego con mis primas en la azotea, bajo el sol. Las comidas junto a mis padres en una mesa pequeña. La llegada de mi mamá del trabajo y el modo en que ella, papá y yo nos poníamos a cantar y bailar celebrando así el reencuentro. Los espectáculos de títeres y de sombras chinescas que protagonizaba papá durante los largos apagones, que a veces me hacen añorar incluso ese momento (otro) tan difícil para Cuba que fue el Período Especial. Las lecturas que mi papá me hacía cada noche antes de dormir, y el modo en que me cantaba hasta que mi madre se asomaba al cuarto para decir: “Vas a atrofiarle el oído a la niña”. La vez que esta última me hizo comprender que no tenía una gran flexibilidad en los pies, lo que me haría sufrir mucho en el mundo de la danza o hacerme fuerte ante las dificultades, y agregó: “Así que elige”. Y yo elegí. El olor a aceite en la mesa de trabajo de mi abuelo relojero a la que yo me asomaba desde el asombro que me producían aquellos objetos medidores del tiempo que él sabía arreglar. El sonido de decenas de tic-tac. La hora de las campanadas. La alegría ante las muñecas de trapo que me confeccionaba mi abuela Matilde. El éxtasis en el sabor de los buñuelos de mi otra abuela, Higinia.
Fue una infancia muy simbólica.
Es sabido que la formación de un bailarín demanda una alta cuota de sacrificio personal. ¿La niña que fuiste renegó alguna vez de la danza? ¿Sentías estos estudios como una imposición o como una prolongación natural de tu infancia?
Mi vida cambió cuando entré en el ambiente profesional del ballet. Tenía 9 años y estaba estudiando una carrera, lo que hace la mayoría de las personas a partir de los 18. Me había sumergido en un sistema muy severo, y me gustaba por esa razón. Siempre he considerado que el rigor extrae lo mejor de nosotros. Por tanto, a pesar de la presión, yo estaba orgullosa de ser matrícula en aquella escuela.
Mi grupo, compuesto por otras trece niñas y unos diez varones (cambió a lo largo de casi una década de convivencia entre el nivel elemental y el medio), era particularmente sano, unido, acogedor. Creo que en esto fue determinante el cuidado de los padres por evitar rencillas que convirtiesen nuestras relaciones en un infierno. Claro que hubo excepciones, pero, en general, nos divertimos mucho y forjamos una amistad que persiste hasta hoy.
También sé, y debo admitir que, de forma íntima, cada uno vivió instantes de rabia y de frustración relacionados con ese quimérico equilibrio entre el empeño y el concepto de la justicia. Y lo considero normal, porque era aquel verdaderamente un medio extremo, poco flexible, en el cual estaba demasiado implicado el amor por el arte y el amor propio.
Sé que durante años fuiste profesora en la Escuela Nacional de Ballet de La Habana, y que con el tiempo deviniste, además, coreógrafa. ¿Llegaste a bailar profesionalmente?
Al inicio, al igual que todas mis compañeras, quería ser bailarina de ballet. Punto. Pero a los 10 años, de forma muy precoz y sin motivo aparente, pues mis notas me colocaban entre las mejores de mi grupo y contaba con el apoyo de mi maestra, Sara Acevedo, intuí que no iba a ser bailarina. En realidad, nunca disfruté estar en escena con un tutú y unas zapatillas. No logré ser yo en esa circunstancia, y menos, establecer una relación placentera con el público. Creo que cierto aspecto de la identidad que siempre me ha perseguido y ocupa, sobre todo, un lugar en mi........
© OnCuba
