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Eco y el arte de narrar

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08.01.2025

Umberto Eco

Tenía 48 años cuando dio a conocer su primera novela, El nombre de la rosa (1980) y casi 80 cuando publicó Confesiones de un joven novelista (2011), resultado de una serie de conferencias que dio en el Emory College of Arts and Sciences, en Atlanta (EEUU), donde nos sorprende con la intimidad de su proceso creativo, sus fantasmas y sus obsesiones.

Umberto Eco cuenta que su afición por escribir novelas comenzó cuando era niño, estimulado por la lectura de novelas de piratas y de aventuras. Para quienes hemos crecido con Sandokan, los tigres de la Malasia o El corsario negro, de Salgari, y El conde de Montecristo o Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, desde las primeras páginas nos sentimos en un territorio familiar, pero no todos fuimos tan creativos como el niño Umberto, que solía dibujar las historias que leía, a manera de un story board cinematográfico, pero luego dejaba a medias sus laboriosas obras porque encaraba la lectura de otra novela que lo apasionaba. Confiesa también que, como todos los jóvenes, escribió poesía a los 16 años, pero abandonó esa inclinación a tiempo, porque (lo supo mucho más tarde) advierte que hay dos clases de poetas: “los buenos, que queman sus poemas a los 18 años, y los malos, que siguen escribiendo poesía mientras viven”.

Eco tiene la capacidad de encantarnos no solamente con lo que expresa, sino por la manera como se expresa. No necesita acudir a ninguna pedantería académica para abordar reflexiones profundas que engalana con humor, belleza y sencillez de palabra. La excusa de hablar sobre sí mismo le permite acometer los mecanismos de la novelística con maestría, aunque con falsa modestia escriba que por el momento ha publicado “unas cuantas novelas” pero publicará muchas más “en los próximos cincuenta años”.

Entrando en materia, Eco se rebela contra la división, que considera artificial, entre escritores creativos y ensayistas. Afirma, por ejemplo, que es tan creativa la escritura de Darwin sobre las especies, como la de Melville sobre la ballena blanca. “Ptolomeo dijo una cosa falsa sobre el movimiento de la Tierra. ¿Deberíamos pues considerarle más creativo que Kepler?” La única diferencia, añade, es la manera como los escritores responden o reaccionan a las interpretaciones de los lectores: los creativos no pueden “por un deber moral” desafiar las interpretaciones que hacen los lectores, mientras que los escritores científicos pueden defender sus ideas y afirmaciones. La escritura creativa tendría la particularidad de ser abierta a diferentes lecturas, mientras que la escritura científica o filosófica pretende establecer verdades y respuestas concretas.

El ingreso de Eco a la narrativa se produjo cuando se dio cuenta de que podía escribir sus obras de reflexión y crítica en un estilo más amigable con el lector, de ahí que sus ensayos más emblemáticos sean tan apasionantes. Su manera de escribir textos científicos se convirtió en una afrenta a la escritura académica destinada a permanecer en circuitos cerrados. Ya le habían criticado cuando más joven presentó su tesis doctoral sobre Tomás de Aquino, porque no desarrollaba el texto con base en pruebas y errores para llegar a conclusiones cerradas, sino que presentaba sus indagaciones “como si fuera una novela de detectives”, según cuenta.

Cuando en la década de 1980 algunos críticos malintencionados sugirieron que el éxito mundial de El nombre de la rosa era atribuible a que la novela había sido escrita mediante un programa de computadoras, Eco respondió con una “receta” informática que en ese momento podía parecer una burla para sus críticos, pero hoy podemos leerla como un texto visionario sobre el funcionamiento de la inteligencia artificial (IA), que tiene pocos años de desarrollo. Cuando escribió su primera........

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