La Venezuela de Chávez
Iris Fundora es una mujer pulcra y severa con una gruesa trenza de cabello rizado y un levísimo trazo de bigote. Cuando la conocí, Iris se hallaba cómodamente reclinada en su silla, en una clínica provisional de Caracas donde trabaja como doctora. Era un día húmedo y, en la sala de espera, algunas mujeres abanicaban a sus bebés con sus manos o con folletos informativos de vivos colores que yacían dispersos en el suelo. Desde un baño sin puerta emanaba un olor a orina y pañales sucios.
Esta clínica fue antes una estación de policía, una construcción de dos habitaciones que corona la carretera que en ella termina y el cerro en cuya cima se encuentra. En 2003, el gobierno donó la construcción a un programa llamado Barrio Adentro, que proporciona servicios de salud a millones de venezolanos pobres. El edificio es blanco y sencillo, el frente está adornado con una imagen de la Virgen María hecha con ramas. Afuera, unos cuantos hombres esperan en cuclillas bajo la sombra y fuman. Desde allí, podrían ver la extensa carretera que serpentea hacia el corazón del barrio Los Frailes a través de filas de apartamentos que se apilan uno sobre otro, a través de estancos donde se sirve expresso en tazas del tamaño de un dedal y botellas gigantes de Coca-Cola, a través del humo de una camioneta que espera ahuyentar a un hato de viejas y más abajo, hacia el fondo del valle, donde las cuestas de Caracas se yerguen como piernas de las nubes en el cielo de la mañana. En cada una de las dos habitaciones, un doctor cubano se ocupa auscultando a los pacientes. Iris Fundora es uno de esos doctores y, cuando la conocí, había trabajado en ese lugar durante casi un año.
Muchos de los pacientes de Fundora son niños que padecen las enfermedades propias de un área urbana densamente poblada, y muchas de esas enfermedades son resultado de las condiciones ambientales de Los Frailes. Entre los niños, la diarrea está generalizada, al igual que las afecciones de la piel. Estas últimas se deben en gran medida a las grandes cantidades de basura que se acumula en las calles del vecindario, y que a menudo forma pilas justo frente a la clínica misma. Recientemente, Fundora ha visto mucha hipertensión entre sus pacientes mayores; me dijo que no sabía a qué atribuirlo. Al principio, Fundora, que tiene 33 años, no quería hablar conmigo, y cuando le pregunté por qué había venido a Venezuela, me dijo que no tenía derecho a inmiscuirme, que preguntarle eso equivalía a que ella me preguntara sobre mi familia, mis hijos o mi vida personal. Así que le pregunté sobre Cuba. Comenzó a sonreír y me contó sobre una parte de la isla llamada Cabeza de Cocodrilo y sobre el pueblo de Granma, de donde es originaria y donde Fidel Castro, a quien simplemente llamó Fidel, desembarcó cuando regresó de México en 1956. Algunas de las personas que vienen a ver a Fundora no están de acuerdo con la llegada de cerca de veinte mil doctores cubanos que el gobierno de Venezuela hizo venir muchos de ellos veteranos de guerras en Angola y otros lugares, ni con los entrenadores y dentistas que llegaron en los últimos dos años. Fundora me comentó que ha tenido que lidiar, a veces, con el “rechazo”.
Al escuchar esto, una mujer llamada Enayide Lozano, quien está a cargo del Comité Médico que supervisa a los cubanos, se unió a la conversación. Lozano tiene 49 años y ha vivido en este barrio toda su vida. Apoya con entusiasmo tanto a los doctores cubanos como al presidente que los trajo. “Estábamos hartos de doctores que no querían tocar a sus pacientes”, gritó. “Eran horribles. Nuestros propios doctores venezolanos temían tocar a los pobres, como si fueran a contagiarles una enfermedad o algo, como si los fuéramos a picar. Al final tuvimos que traer a estos doctores extranjeros.” Mientras Lozano hablaba, Fundora se recargó en su silla y sonrió, casi con benevolencia. “Mírela”, dijo Lozano señalando a Fundora, “hablando bien de Cuba. También deberíamos decir cosas buenas sobre Venezuela. Yo tengo cosas buenas qué decir sobre mi país”. Cuando Lozano se fue, le pregunté a Fundora qué pensaba sobre los doctores venezolanos con los que había trabajado. Dijo que la mayoría eran buenos y que estaban dispuestos a ayudar. Existía, no obstante, un problema. Entonces me contó una historia sobre cómo los doctores venezolanos exigían análisis a sus pacientes incluso antes de recetarles algo para sentirse mejor. Los análisis requieren dinero, o seguros, o ambos, y la mayoría de la gente, según me dijo Fundora, no podía costear esos análisis. “Estos doctores tienen que quitarse de la cabeza la idea de que no forman parte de la sociedad.” Antes de irme, le pregunté si eso borrar algunas ideas que tienen los doctores en la cabeza era parte de la revolución denominada “Bolivariana” por su propio creador, el presidente Hugo Chávez. Fundora hizo un gesto burlón, asintió y escogió sus palabras cuidadosamente: “Esto va a llevar tiempo”, dijo, “es parte de la tarea de transformación que se necesita aquí.”
El clima revolucionario en Venezuela extrae su aliento vital, en parte, de Aló Presidente, el mensaje semanal que transmite Chávez todos los domingos a la nación. Millones de venezolanos escuchan a Chávez transmitir el discurso semanal por radio. Otros tantos millones pasan días enteros frente a la televisión mirando el rostro ancho y endurecido de Chávez, en el que la historia de los indios, los negros y los blancos pobres se ha fundido por completo. Chávez puede verse lindo y tierno, o astuto y seductor, como si el contenido de su pesado cuerpo necesitara moverse ocasionalmente sólo para mantenerse cómodo. Chávez tiene pasión por lo teatral, y por la emoción del poder que puede construirse de manera fascista, o sin duda populista. Es esto último lo que ha encontrado resonancia entre sus más estridentes admiradores. Cuando él les dice, o parece decirles: “Yo soy los pobres, y los pobres son yo”, a menudo se gana su atención, pues no es la primera vez que los venezolanos han escuchado esto. Cuando les dice, con su rostro ancho e inquisitivo, que se unan a él, Chávez puede ser sumamente convincente.
El domingo en que llegué, Aló Presidente fue inusualmente corto, ya que duró tan sólo cuatro horas, y algunos especularon que podría deberse a que Chávez había sido anfitrión del presidente de Irán, Mohammed Khatami, durante toda la semana. Poco tiempo atrás, ante la decisión de Irán de desarrollar su programa nuclear, Chávez declaró su apoyo incondicional y en esta ocasión aprovechó la visita de Khatami para subrayar ante el mundo que Venezuela se yergue hombro con hombro al lado de Irán y frente a la hegemonía estadounidense. Esta vez, Chávez comentó con gran detalle algunos programas gubernamentales recientes, bromeó y charló con el público en vivo en Miraflores, el palacio presidencial, e intercambió anécdotas con algunos de sus ministros y asesores. La transmisión en cadena nacional de Aló Presidente #215 a través de las estaciones estatales de radio y televisión también mostró al presidente cantando con una banda que había venido a la capital desde Valencia.
Pese a su naturaleza vaga y a veces sin sentido, los discursos de Chávez son más que simples aunque confusos recuentos de acontecimientos actuales. Se suele considerar a Chávez como un hombre en verdad carismático, que cuenta con una extraordinaria habilidad para dirigirse a los venezolanos comunes en un nivel personal utilizando un lenguaje que ellos entienden.
Pero también es cierto que la retórica de Chávez ha penetrado en el lenguaje de la oposición venezolana, una oposición que se ha encontrado a sí misma en lo que considera la absurda posición de reaccionar a un lenguaje que a menudo no comprende. Un día, fui a almorzar con el poeta venezolano Eugenio Montejo en un restaurante afamado, Tarzilandia, que se halla en las laderas de los cerros, justo sobre el barrio caraqueño de Altamira. El restaurante alberga varios loros de colores brillantes, que habitan grandes jaulas dispuestas a la entrada. Varias estancias rebosan con una impresionante colección
de taxidermia. Montejo, de unos cincuenta años, usa bigote y lentes, y es cortés y escrupuloso hasta el extremo. En abril recibió el Premio Octavio Paz por una vida dedicada a la poesía. Sin embargo, cuando almorzamos, Montejo confesó que tenía dificultades para escribir su discurso de aceptación. La política, dijo, estaba consumiendo todo su tiempo creativo. “El otro día me encontré con el poeta Rafael Cadenas fuera de Caracas”, dijo “y le confesé, con algo de culpa: Rafael, estoy leyendo tres periódicos al día. Rafael me miró, se sonrojó un poco y puso sus manos en su cabeza y dijo, ‘Bueno, yo estoy leyendo todos’. Así que ahí estamos.” Montejo ha intentado plasmar en poesía sus reacciones ante la revolución, pero el resultado no ha sido nada publicable. Su sensibilidad poética se ha visto estremecida. Su persona entera, pulcra, de hecho, parecía algo desestabilizada. “Hay un abuso del lenguaje”, me dijo, con una cerveza Solera en la mano, “Simplemente no se puede decir nada. Hace dos años, el presidente afirmó que no debíamos poner atención a lo que decía, sino a lo que hacía. Esto es muy serio. Lo que nos distingue como especie es el lenguaje. No puedes sencillamente tirarlo a la basura. El presidente debe hablar después de pensar cada palabra que dice. ¿Por qué está descalificando el proceso de la comunicación? ¿Por qué lo está pervirtiendo?”
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Los venezolanos ya iniciaron su sexto año bajo el mandato de Hugo Chávez y su partido, el Movimiento de Quinta República, mvr. Las siguientes elecciones presidenciales están previstas para el 2006 y es casi seguro que gane Chávez. A él le gustaría seguir en el poder hasta 2021, año para el cual estima que la revolución ya estará bien avanzada y quizás, sugiere, ya no requiera de su constante cuidado y atención. Casi desde el principio, cuando resultó electo en 1998, Chávez ha hermanado su revolución con prácticamente cualquier movimiento social o político importante de la historia reciente. Lenin suele figurar de manera prominente en sus discursos semanales a la nación. La palabra democracia también destaca en la Constitución de 1999, que Chávez ha comenzado a citar como el texto oficial de la revolución. En febrero, Chávez se declaró socialista, lo cual originó una ráfaga de inquietas especulaciones. Sin embargo, por sobre todo, Chávez define la revolución como “bolivariana” y es claro que vincula su pensamiento y personalidad con el hombre que venera abiertamente más que a ningún otro, Simón Bolívar, el Libertador. La moneda de Venezuela su nombre oficial y su sabor estético, están de cierto modo ligados a Bolívar. Así pues, la revolución es una........
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