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Elogio de Penelope Fitzgerald

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Penelope Fitzgerald (Lincoln, Reino Unido, 1916-Londres, 2000) es una escritora raramente normal o normalmente rara. Nadie la definió mejor –tanto a ella como a lo suyo– que Sebastian Faulks cuando dijo que “leer una novela de Penelope Fitzgerald es como que te lleven de paseo en un auto muy peculiar. Todo en él es de la mejor calidad: el motor, la carrocería y el interior; todo te llena de confianza. Entonces, luego de dos o tres kilómetros, alguien arroja el volante por la ventanilla”.

La sensación –en cierto sentido– es la que se siente cuando se lee, también, algún título de su contemporánea Iris Murdoch. Pero, mientras que la expansiva Murdoch (de quien estos días se presenta su monumental y política y amorosa El libro y la hermandad, en Impedimenta, la editorial que también está publicando la obra de Fitzgerald) nos narra siempre el Big Bang y lo que sucede después, hasta el infinito y más allá, Fitzgerald (“Cuando entregué mi primer libro, mi editor le cortó los últimos ocho capítulos. Me dijo que nadie leería algo tan largo. Desde entonces, he adoptado ese principio. Siempre sentí que contarle demasiado a un lector es insultarlo”) opta por el camino inverso partiendo desde los confines del universo hasta alcanzar, en reversa y como se dice que tarde o temprano sucederá, el núcleo de la compresión absoluta: la mínima pero definitiva expresión del todo.

Y otra diferencia: las novelas de Murdoch acaban pareciendo capítulos sueltos y desordenados que acaban conformando un único tapiz colosal y shakespeareano, mientras que las de Fitzgerald –aunque compartan todas su prosa tan delicada como sintética– se plantan aisladas y aparentemente irreconciliables en sus tramas que coinciden, sí, en una propensión a la catástrofe de sus “héroes ingenuos” masculinos y en una vocación de contarlo todo desde la más mínima expresión. Alguien ha dicho que el efecto de un libro de Fitzgerald es, siempre, alcanzada la última página, la formulación........

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