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La izquierda y sus dilemas

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08.01.2025

Creo que sería interesante hacer primero una aproximación autobiográfica, pues en muchos sentidos todos tenemos una educación que pertenece a los paradigmas de la izquierda. ¿Cuál ha sido su proceso de evolución personal en relación con estos valores?

Jesús Silva-Herzog Márquez. Desde mi perspectiva, la idea de que todos hemos sido educados en los “paradigmas de la izquierda” habría que ponerla bajo sospecha. Dejando de lado la parte personal, creo que los paradigmas que han marcado la formación cívica mexicana no son las líneas de la izquierda sino las del “nacionalismo revolucionario”, que puede tener ciertas puntas de conexión con una sensibilidad de izquierda pero que, penetrando un poco más en esas nociones, alimenta incluso una cultura profundamente conservadora, en algún sentido reaccionaria. El discurso nacionalista difícilmente lo podemos nosotros asociar con la tradición de la izquierda, y el discurso revolucionario, que sí tiene una obvia afinidad, está anclado en concepciones que nada tienen que ver con una izquierda moderna.

No sé si tú, Ugo, también estableces este deslinde entre el nacionalismo revolucionario que da origen al México modero y la izquierda, y cuál es tu trayectoria.

Ugo Pipitone. Por lo pronto subrayaría esto: la izquierda son muchas izquierdas. La historia del movimiento obrero, y del socialismo, son muchas historias de familias que van definiendo sus fronteras sobre la marcha. Estas familias a veces tienen serias dificultades para aprender a convivir entre sí y otras son, incluso, fratricidas. La izquierda es un archipiélago de experiencias y de ideas con dos siglos de historia, fracturas y recomposiciones. Uno de esos fragmentos es el nacionalismo revolucionario: una nebulosa con componentes variables de nacionalismo reformador, marxismo, anarcocomunitarismo y socialdemocracia, todo dentro de un discurso patriótico y revolucionario. La dialéctica mexicana da para eso y más.

En esta filiación que haces del nacionalismo revolucionario evades también, como Jesús, la parte autobiográfica.

Pipitone. Yo fui expulsado de la Federación juvenil del Partido Comunista Italiano en 1964, cuando tenía 18 años y era muy leninista. La mía es la marcha de un joven italiano por el mundo y cuyo aprendizaje es, al mismo tiempo, un recorrido dentro de la izquierda y fuera del comunismo. Cuando nos reuníamos, a comienzos de los años sesenta, en la sección juvenil del Partido Comunista en Turín, teníamos dos enemigos: uno era la URSS, y el otro, la vía italiana al socialismo. Si Sartre publicaba un nuevo libro debías leerlo de inmediato para no quedar fuera del círculo de conversaciones y debates. Esa hambre intelectual (que iba de Lenin a Rosa Luxemburgo, de Kautsky a Malcolm X) era incompatible con la imagen tétrica de los jerarcas de la URSS. Claro, nosotros la considerábamos entonces como una patología del comunismo. Gramsci y Luxemburgo ya habían criticado ese intento de construir, como si fuera una misión jesuita en Paraguay, el comunismo en la región más atrasada de Europa. Al otro adversario, la vía italiana al socialismo, lo veíamos como una mezcla de apertura a los adversarios y de cierre interno del debate. Lo terrible fue cuando comprendí que lo que yo creía una patología era el comunismo en sí mismo. Y en algún momento comprendí que el punto ya no era la URSS; el “comunismo” se había vuelto sinónimo de partido único, planificación centralizada y cultura oficial. Si eso me resultaba difícil de digerir de joven, con más de sesenta me resulta ridículo. En algún momento comenzó a resultarme muy claro que seguir siendo comunista y ser de izquierda se había vuelto incompatible.

Y tu educación sentimental, Roger, ¿cuál es?

Roger Bartra. Me reconozco en esa escapatoria del mundo de la cultura comunista a la democracia. Yo nací, por decirlo de alguna manera, en el seno de la cultura política de izquierda. No me gusta el término “paradigmas”; no crecí con paradigmas, crecí en el seno de la cultura política de izquierda por un hecho muy sencillo: soy hijo de refugiados catalanes que huyeron del franquismo y desde que nací he vivido esa condición de exilio, que sigue siendo la mía. En ese sentido, quedé profundamente marcado. Supongo que esto influyó para que a comienzos de los años sesenta me radicalizara, con alguna tentación guerrillera. Al final acabé como militante del Partido Comunista Mexicano por un cuarto de siglo. Esa es mi formación política.

Ahora bien, yo milité en un partido comunista muy extraño, que en algún momento decidimos disolver al darnos cuenta de que ese espacio, pese a ser un comunismo reformado y democrático, no tenía sentido en el mundo moderno. Esto no ocurrió en mi caso debido a influencias europeas, sino que fue un descubrimiento –casi iba a decir una “iluminación”– cuando, escapando del autoritarismo mexicano –pues para un joven intelectual comunista en los años sesenta México era un país inhabitable– me fui a Venezuela. En 1967 descubrí la democracia venezolana. Venezuela era un país profundamente democrático que había pasado por tentaciones guerrilleras muy fuertes y que había logrado derribar la dictadura de Pérez Jiménez. Ahí descubrí algo que tiró los dogmas que me impregnaban todavía: la democracia formal y representativa era importante, fundamental. No era algo que sólo acompañaba al capitalismo desarrollado o tardío, sino que podía existir en condiciones de subdesarrollo, de atraso, de extrema dependencia con respecto al “imperialismo”, como decíamos en aquella época, y de un pasado colonial atroz, como en el caso de Venezuela. Esto para mí fue toda una revelación. En esa época militaba en el Partido Comunista de Venezuela, que enfrentaba una agria lucha con las tesis guevaristas, con los cubanos y con los soviéticos. El partido se dividió y yo seguí la fracción que encabezaban Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, que después fundaron el Movimiento al Socialismo (MAS). Y así, en tanto que militante comunista, acabé descubriendo el extraordinario valor de la democracia. Después de la experiencia del 68, estuve brevemente en México a finales de octubre y noviembre de ese mismo año, y decidí que este no era mi país. Me fui a Inglaterra, después a Francia, y desde luego se apuntaló esta perspectiva democrática que ahora considero tan importante.

¿Y tu itinerario, José?

José Woldenberg. Yo ingreso en la izquierda por la vía del sindicalismo universitario de los años setenta, bajo la idea de que había que construir organizaciones gremiales de profesores que sirvieran, por supuesto, para defender sus intereses laborales pero también para defender la universidad pública en momentos en los que había tensiones muy fuertes entre diversas universidades públicas y gobiernos locales. Y ahí empieza una militancia que luego me lleva, con otros compañeros y amigos, a formar el Movimiento de Acción Popular y, para decirlo rápidamente, a integrarnos al Partido Socialista Unificado de México, el PSUM, y de ahí al PMS y luego al PRD, partido en el que milito los primeros años. Es decir, todo el primer ciclo de unificación de la izquierda. La izquierda es en esos años un acicate del proceso democratizador, al mismo tiempo que empieza a repensar sus relaciones con la democracia. Es probable que sea un ciclo no totalmente concluido. Yo creo que a lo largo de estos años hay dos almas que se conjugan en la izquierda: por un lado, una alma autoritaria, ellos dirían “revolucionaria”, que piensa a la izquierda como poseedora de la verdad y con fuertes pulsiones excluyentes; y por otro, corrientes de izquierda que aprecian y saben que la democracia no solamente es un medio sino un fin en sí mismo.

A lo largo de ese proceso, tuve cuatro momentos de distanciamiento con el cuerpo fundamental de la izquierda. El primero fue el movimiento del CEU en 1986: ante el intento del rector Carpizo de inyectar algunas medidas reformadoras a la universidad de entonces, surge un movimiento estudiantil muy potente que se convierte en un obstáculo para poner al día a la UNAM. Si uno ve el pliego petitorio del CEU, sobre todo a la distancia, comprueba que en lo fundamental no defendía derechos sino privilegios. ¿Cuál es la diferencia? Que el derecho es para todos, los privilegios para unos cuantos, y el pase automático era y es para unos cuantos. En esos días y meses yo estuve bastante distante de ese movimiento y fui crítico. El segundo tiene que ver con la salida de un grupo de compañeros, y yo mismo, del PRD en abril de 1991. Luego de aquellas elecciones tan tensas, tan polarizadas, y en donde sin duda alguna el cómputo de los votos fue maquillado, se generó una situación muy difícil. Creo que algunas corrientes del PRI pensaban que la alta competitividad electoral había sido sólo coyuntural y que eventualmente podría ser revertida, es decir, que había sido un mal momento y punto. Desde la izquierda, el agravio de las elecciones del 88 provocó que cualquier acercamiento con el gobierno fuera visto como una traición y la apuesta fundamental era a una especie de desplome del sistema. Algunos de nosotros dentro del PRD señalábamos que existían condiciones para iniciar un proceso de transición democrática, es decir, que era necesario modificar las normas e instituciones para dar cauce a lo que había aparecido con fuerza en 1988: que México era un país diverso y que no cabía bajo el manto de un solo partido. En ese sentido nos parecíamos mucho a la línea hegemónica del PAN. Y el momento quizá definitivo que nos hizo salir fue cuando el propio ingeniero Cárdenas propuso una Alianza Nacional para la Democracia. Creímos, por un instante, que nuestras tesis encontraban eco. Pero de inmediato se nos aclaró que se trataba de una “Alianza Nacional” pero sin el PRI y sin el gobierno. Lo que más nos preocupaba a nosotros era que la tesis subyacente de las acciones del PRD se podía resumir, quizá de manera caricaturesca y un tanto agresiva de mi parte, como “entre peor, mejor”; es decir, la apuesta era que al país le fuera peor porque en ese momento habría mejores........

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