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La Otra Cara: “La Herida Abierta: El eco de la Masacre de Tlatelolco” Por José Luis Farías

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02.03.2025

Era un fin de semana de diciembre de 1973, y el aire frío de la tarde se deslizaba entre los bloques de Simón Rodríguez al norte de Caracas, acariciando las paredes descascaradas del apartamento de mi entrañable amigo Eduardo Zavala. El Ávila, desde su altura impasible, parecía vigilar la ciudad, mientras el sol se despedía de un día gris con una última ráfaga de luz que se filtraba entre las montañas. El café que preparó Eduardo era espeso, como si de alguna manera quisiera espesar el tiempo que habíamos compartido en esa vieja sala donde el polvo flotaba en el aire y las paredes, salpicadas de carteles de figuras de revolucionarios olvidados, murmullaban sus historias.

Fue en esa tarde, entre las sombras de un lugar que se sentía al mismo tiempo acogedor y cargado de algo indefinible, cuando tuve entre mis manos por primera vez “La noche de Tlatelolco”, de Elena Poniatowska. La edición, con su portada desgastada, se ofreció ante mí como un objeto sagrado. La portada, que mostraba un fotograma borroso de jóvenes cargando el ataúd de una víctima, hablaba con un silencio aterrador que lograba traspasar la vista. Eduardo, sentado en su sillón, me observaba con una calma desconcertante, como si supiera de antemano lo que estaba a punto de ocurrir.

“Vas a llorar en cuanto lo leas”, me dijo con su tono grave, como si estuviera revelando el final de una historia que aún no había comenzado. Lo dijo de una forma tan firme que no me atreví a replicar, porque sabía que Eduardo nunca hablaba por hablar. Me entregué al libro, dejándolo descansar por un momento en mis manos, con la sensación de que esa historia estaba destinada a tocarme en lo más profundo, como si sus palabras ya comenzaran a desbordarse de las páginas.

Esa noche, al regresar a mi apartamento en La Guaira, no pude resistir la tentación. Al día siguiente fui a la librería “Centro”, en la Torre Sur del Centro Simón Bolívar, donde el inolvidable Sergio, un hombre de todavía pelo negro, velludo, delgado y mirada entre perdida y profunda y cigarrillo en mano siempre tenía algo reservado para mí. Me entregué al fragor de su lectura como quien se sumerge en un sueño turbulento que no tiene regreso. La realidad se fue disolviendo mientras las palabras de Poniatowska, cargadas de nombres, fechas y rostros desfigurados por el dolor, tomaban cuerpo ante mis ojos renovando la forma de escribir crónica.

La historia de la masacre de Tlatelolco comenzó a desvelarse como una herida abierta, una herida que no solo había marcado a México, sino a toda América Latina.

La masacre había ocurrido durante las protestas estudiantiles previas a los Juegos Olímpicos de 1968 en México, cuando miles de jóvenes y ciudadanos se habían alzado en contra de un gobierno autoritario, y el ejército y la policía, con la frialdad de quienes no temen ver morir a la juventud, rodearon la Plaza de las Tres Culturas y abrieron fuego. Las páginas del libro se llenaban de testimonios desgarradores: madres que buscaban a sus hijos, estudiantes que caían bajo las balas sin saber por qué, una nación entera que parecía haber sido condenada al silencio por los poderosos.

Poniatowska no solo narraba los hechos de esa noche siniestra, sino que se adentraba en las entrañas de un México cuya violencia era consecuencia de un régimen que creía que podía callar a un pueblo entero con la represión. Los relatos que construían esa crónica colectiva no solo trataban de lo ocurrido en Tlatelolco, sino del miedo omnipresente, de la desconfianza que se respiraba en cada rincón, de la censura que tocaba las puertas de todos, de la sensación de que el gobierno había jugado a ser Dios y decidir quién debía vivir y quién debía morir.

Mis ojos se mojaron sin que pudiera evitarlo. Las lágrimas, al principio tímidas, comenzaron a caer sin control, y sentí que el dolor de aquellos jóvenes, de esas madres, de aquellos hombres que se habían quedado en el olvido, me atravesaba como una daga invisible.Cada página era una punzada, cada testimonio una voz ahogada que finalmente encontraba su cauce.

Eduardo tenía razón. Habría de llorar, y no solo por la tragedia de Tlatelolco, sino por la rabia que se despertaba en mi pecho al leer las injusticias cometidas, al ver la impunidad con la que el gobierno mexicano cerró las heridas, al comprender que aquellos muertos, esos jóvenes, no solo eran víctimas de una masacre, sino también de un sistema que prefería mirar hacia otro lado.

Las horas pasaron sin que me diera cuenta, y cuando cerré el libro, el mundo exterior parecía haber desaparecido. Mi mente se quedó atrapada en las imágenes de Tlatelolco, en la plaza llena de sangre y gritos, en la angustia de aquellos que aún luchaban por encontrar a sus seres queridos entre los escombros del olvido. El dolor de esa noche me invadió por completo, y sentí que el peso de la injusticia era algo que ya no podría apartar de mí.

A la mañana siguiente, al despertar, el sol iluminaba la ciudad con una claridad inusitada. Sin embargo, yo seguía atrapado en la neblina de aquellos testimonios. Me pregunté por qué Eduardo, había visto y vivido más que yo, me había advertido de esa forma tan certera. Quizás, solo quizás, él sabía que aquel libro no solo era una crónica de la masacre de Tlatelolco, sino también un reflejo de la fragilidad de nuestra memoria colectiva, de cómo el dolor puede permanecer oculto en los recovecos del tiempo, esperando el momento adecuado para salir a la........

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