¡A que no!
Cuando estaba en cuarto año de mi primera carrera, la ingeniería en Riego y Drenaje, me tocó inaugurar la unidad docente en el complejo cañero Héctor Molina (San Nicolás de Bari, a 54 kilómetros de la capital), y sí, teníamos beca, pero esta reglana montaba cualquier tractor que la soltara en la autopista y en no más de dos horas ya estaba en casa.
Uno de esos regresos fue intempestivo: salí sin carné ni dinero, directo del surco y con el atuendo verdeolivo de recorrer los campos. En una alzadora llegué a la Ocho Vías (manejando yo misma, que a mis 20 años ningún guajiro me negaba el gusto) y enseguida cogí botella hasta Vía Blanca.
Para no importunar en una guagua con mi olor a montuna seguí a pie. Ya en la acera del puente sobre el río Martín Pérez intenté bordear con cuidado un enorme hueco, pero un joven que venía de frente aceleró el paso para cruzar primero y con toda arrogancia me empujó hacia el vacío. Para su sorpresa, me equilibré agarrándome de él y lo empujé hacia la calle, por donde transitaban un montón de carros.
Ambos........
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